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El pasado diciembre, casi el último día, fue acordado el aumento del salario mínimo legal mensual para este 2018, el cual subió un 5,9%. Las centrales obreras decidieron firmar el acuerdo, inconformes, pues a su criterio fue muy bajo, los empresarios alegaron que fue muy alto y para el colombiano del común, parece fue insignificante, comparado con aumentos como el de los congresistas. El único contento pareció ser el Gobierno y su Ministro de Hacienda que, mostrando una servilleta cómo si fuera una tesis de doctorado en economía, se jactó para burla de muchos, de la “gran fórmula” que dio pie al aumento.
El salario mínimo en Colombia se ajusta todos los años y no puede ser inferior a la inflación causada en el año. Las centrales obreras y delegados del Gobierno se sientan a negociarla y de no llegar a un acuerdo se establecerá por decreto. El salario mínimo para sus defensores es un medio para reducir la inequidad en la población, ayudar a los más desfavorecidos frente a los “poderosos empresarios” y garantiza un mínimo para la subsistencia diaria de una persona; pareciera el mundo entero estar de acuerdo con este modelo.
Este salario fue implementado en los países nórdicos y paulatinamente fue expandiéndose su aplicación; en Estados Unidos, Jimmy Carter firmó en 1977 la primera comisión de estudio para que se evaluara su efectividad y consecuencias; el resultado arrojó que los adolescentes después de la implementación incrementaron sus empleos entre un 1% a 3%, los jóvenes entre 20 y 24 años bajaron su contratación y los mayores de 24 no arrojaron ningún dato.
Estudios recientes como el de los economistas Jonathan Meer y Jeremy West señalan que el desempleo varía por distintos factores, pero que el salario mínimo afecta a los nuevos trabajadores, reduciendo sus posibilidades de contratación, impacta también a los trabajadores menos preparados y a las mujeres, evidenciando en las crisis que estos grupos eran los que duraban mayor tiempo sin empleo.
En estos puntos coinciden los críticos al salario mínimo: señalan que para la juventud que quiera adquirir experiencia laboral y ayudarse con sus estudios, es ilegal pactar un salario menor y, ante la disyuntiva, siempre preferirán mano de obra mejor calificada. Además, el salario mínimo incrementa el desempleo y sus subidas anuales terminan aumentando la inflación, pues como ocurre en Colombia al subir el salario mínimo hay un ajuste gradual en los precios por lo que el aumento real termina siendo un espejismo.
El país necesita soluciones claras en materia económica; si solo fuera aumentar el salario, Venezuela sería ejemplo mundial pues este año creció un 40% pero el poder adquisitivo disminuyó. En estos momentos parece impensable vivir sin el salario mínimo, pero lo cierto es que Colombia necesita decisiones radicales, no populistas como han sido, pues a pesar de ellas, cada año, los trabajadores, empresarios y la gente del común viven descontentos con cualquier aumento.