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Son numerosos los discursos que se hacen en torno al campo, su importancia, tradiciones y el valor agrícola que representa para el país. Sin embargo, la movilidad social del campo a las ciudades es un fenómeno global; en Colombia, como en muchas otras partes del mundo, se ha observado una tendencia creciente de migración interna desde zonas rurales hacia centros urbanos.
La migración del campo a la ciudad no es simplemente un capricho de la población rural; mucha de esa movilización es fruto de desplazamientos por la violencia, pero también es una respuesta lógica a las disparidades de desarrollo y oportunidades entre ambos entornos. Las ciudades ofrecen una gama de servicios y comodidades que el campo a menudo no puede igualar. Desde acceso a atención médica de calidad hasta educación avanzada, pasando por oportunidades de empleo diversificadas, las urbes se presentan como imanes para aquellos que buscan mejorar su calidad de vida y la de sus familias. Según el Banco Mundial, la población urbana global creció de alrededor de 30% en 1950 a 55% en 2018, y se proyecta que alcanzará 68% para 2050. Colombia, en línea con esta tendencia, ha visto cómo su población urbana ha aumentado significativamente en las últimas décadas, pasando de 50,5% en 2000 a 75,7% en 2020.
Este éxodo hacia las ciudades no está exento de desafíos y consecuencias. El crecimiento descontrolado de las áreas urbanas ha dado lugar a problemas como la congestión del tráfico, la contaminación ambiental, la falta de vivienda adecuada y la escasez de servicios básicos. Y si bien es cierto que las ciudades ofrecen oportunidades, también es imperativo reconocer que no todos los migrantes logran integrarse con éxito en sus nuevos entornos, enfrentando obstáculos como la discriminación, el desempleo y la falta de redes de apoyo.
El abandono de las zonas rurales puede tener consecuencias devastadoras para la agricultura, la principal fuente de subsistencia de muchas comunidades. Además, la migración puede contribuir a la pérdida de identidad cultural y al debilitamiento de los lazos comunitarios, erosionando el tejido social que históricamente ha sostenido a estas poblaciones. En este sentido, es fundamental reconocer la importancia de revitalizar y fortalecer el campo, no solo como un medio de producción económica, sino también como un centro de cultura, tradición y arraigo.
Para ello, hay que enfrentar los desafíos que esto plantea, sobre todo en el acceso al agua, infraestructura y una mejora en los servicios básicos como la educación. Si el gobierno realmente quiere ayudarles, debe prestar atención a incentivar la producción y reducir los costos de los impuestos a los químicos. El campo tiene su magia, pero detrás de ese romanticismo hay mucho trabajo y dificultades.
La movilidad social del campo a la ciudad es una respuesta natural a la búsqueda de una vida mejor. Sin embargo, no se pueden descuidar las áreas rurales. Invertir en el campo no solo ayudará a equilibrar la distribución demográfica, sino que también fortalecerá la seguridad alimentaria y el desarrollo sostenible. La atención al campo es esencial para garantizar que las zonas rurales puedan ofrecer oportunidades comparables a las de las ciudades, reduciendo así la necesidad de migrar y permitiendo que las personas prosperen en su lugar de origen. Solo así recuperará su verdadera magia y no será una mera nostalgia para aquellos que terminan en las ciudades.