TRIBUNA UNIVERSITARIA 05/04/2025

La verdad sin maquillaje

Juan Manuel Nieves R.
Estudiante de Comunicación Política
JUAN MANUEL NIEVES

Hay heridas que no cicatrizan con el silencio, sino con la verdad; Y hay verdades que, por incómodas que resulten, deben ser dichas una y otra vez, como un antídoto contra el olvido. En Colombia se sigue cargando con el peso de una historia que muchos quieren reescribir con tinta sentimental y pinceladas de nostalgia. Lo último: un programa del canal público Rtvc sobre Manuel Marulanda Vélez, el cabecilla de las Farc, en donde el retrato del terrorista se desliza -casi sin querer- hacia el de un campesino entristecido, un viejo de mirada cansada obligado a empuñar las armas como quien carga un destino inevitable.

Allí, entre planos poéticos y música de fondo, parecía que Tirofijo no hubiera sido el artífice de una organización que desangró a Colombia durante más de cinco décadas. Parecía, más bien, una víctima de la violencia, y no uno de sus principales arquitectos. Como si las bombas en las iglesias, los secuestros masivos, el reclutamiento de niños, las minas antipersonales, los cilindros-bomba lanzados sobre pueblos enteros, pudieran difuminarse entre hojas secas y discursos sobre justicia social. Una cosa es entender el contexto. Otra, muy distinta, es disfrazar la barbarie de épica revolucionaria.

Esta no es una historia nueva. En Colombia hemos visto cómo la cultura popular convierte a los verdugos en protagonistas trágicos. Pablo Escobar, por ejemplo, ha sido retratado algunas veces como el narco carismático, casi redentor, que ayudaba a los pobres mientras desafiaba al Estado. Lo mismo pasa con ciertos jefes paramilitares o guerrilleros, cuyas vidas son contadas como dramas humanos, como si los actos atroces que cometieron fueran apenas consecuencias inevitables del paisaje.

Pero no, no se puede seguir normalizando el horror; la historia no la pueden escribir quienes dispararon contra ella; Detrás de cada intento de dulcificar el pasado hay una estrategia de legitimación. Y en este país, cada vez que se presenta a un criminal como un mártir, se borra una parte de la memoria de las víctimas. Se insulta a quienes perdieron a sus hijos, a quienes caminaron años con una foto en la mano buscando a un desaparecido, a quienes tuvieron que abandonar sus tierras para no terminar en una fosa común.

La reconciliación -si ha de ser verdadera- no se construye sobre el olvido ni sobre el artificio. No se trata de venganza, ni de negar la posibilidad del perdón. Se trata de exigir, que el relato del país no se convierta en una novela de redenciones inventadas. Porque si los hechos se tergiversan, si los verdugos terminan apareciendo como salvadores, entonces la historia no sirve de nada. Y una sociedad sin verdad es una sociedad condenada a repetir su tragedia.

Hoy, desde el Congreso, varios exjefes de las Farc se pasean con discursos grandilocuentes sobre la paz, la equidad, la democracia. Es una lógica que se ha filtrado en ciertos sectores del Estado, de la cultura y de la academia. Hay una especie de indulgencia que quiere humanizar a los violentos mientras deshumaniza a las Fuerzas Armadas, a los empresarios, o a cualquier voz que se atreva a criticar el proceso. Pero la memoria no olvida, detrás de cada frase adornada, hay un pasado que no se puede maquillar, los crímenes la sociedad los perdona, pero otra cosa muy distinta es intentar olvidarlos o justificarlos.

Es legítimo que un país busque sanar heridas. La reconciliación es un ideal noble; Pero no se puede alcanzar a costa de la verdad. No se puede construir paz sobre la mentira. Colombia necesita una pedagogía del nunca más, no una estética de la nostalgia armada.