MI SELECCIÓN DE NOTICIAS
Noticias personalizadas, de acuerdo a sus temas de interés
Hay muchas críticas a las cámaras de velocidad en Bogotá. Algunas de ellas son famosas, como la de la calle 100 con la autopista, donde se ubica después del trancón y establece una velocidad absurda de 50 km/h, cuando, según Waze, el promedio de velocidad en Bogotá es de 20 km/h.
El objetivo principal de las cámaras de velocidad en las carreteras es mejorar la seguridad vial y reducir la cantidad de accidentes de tráfico. Estas cámaras detectan a los conductores que exceden los límites de velocidad permitidos para poder multarlos. De esta forma, se busca disuadir a los conductores que manejan a grandes velocidades y, por lo tanto, reducir los accidentes de tráfico y las muertes. Un estudio de la Universidad de Leicester en el Reino Unido encontró que las cámaras de velocidad redujeron los accidentes de tráfico en 19% en las zonas donde se instalaron.
A primera vista, es un buen efecto disuasivo en las carreteras. Sin embargo, parece que, dentro de la ciudad, la administración tiene otra intención. A pesar de las justificaciones que aluden, la instalación de estas cámaras en lugares estratégicos está diseñada para maximizar las multas y no para mejorar la seguridad vial. En muchos casos, las cámaras se ubican en tramos de vía donde el límite de velocidad cambia bruscamente, como el caso de la calle 100, lo que dificulta que los conductores se adapten a la velocidad adecuada en el tiempo necesario.
También se han reportado casos de cámaras mal ubicadas, donde la señalización no es clara, o de policías escondidos con cámaras. Y así, los conductores son sancionados sin siquiera darse cuenta de que están cometiendo una infracción. Esta actitud refleja sencillamente una mala fe administrativa.
Otro ejemplo de la mala fe de las autoridades es la imposición de requisitos burocráticos. En algunos casos, estos requisitos son tan complicados y costosos de cumplir que parecen diseñados para desincentivar la actividad o simplemente generar ingresos para el Estado o incluso para particulares, como la revisión técnico mecánica de los vehículos. Además, estos requisitos pueden ser extremadamente engorrosos y difíciles de cumplir para las personas más vulnerables o con menos recursos, lo que les impide acceder a servicios esenciales o beneficios a los que tienen derecho. Así, una multa en pocos casos vale la pena apelarla. Al infractor solo le queda acudir a un curso de formación y pagar el resto.
En lugar de imponer sanciones a los conductores, las autoridades deberían enfocarse en mejorar la infraestructura vial y la señalización, así como en educar a los conductores sobre la importancia de conducir de manera responsable y segura. Pero no va a pasar. La herencia del negocio de la administración a costa de los contribuyentes viene desde el Gobierno pasado, y esta Alcaldía se ha seguido aprovechando. La esperanza de que mejore quedará en manos del próximo alcalde, mientras tanto, solo queda soportar una ciudad congestionada, insegura y con una malla vial deteriorada.