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En los últimos años, el mundo ha sido testigo de un deterioro alarmante de la democracia en varios países. Venezuela, quizás el ejemplo más flagrante, ha protagonizado una tragedia política y social que, lejos de solucionarse, parece profundizarse con cada elección manipulada. Lo más preocupante no es solo que las elecciones en Venezuela hayan sido robadas sistemáticamente, sino que el mundo, inmerso en otras crisis como la guerra en Ucrania o las tensiones políticas en Estados Unidos, ha comenzado a olvidar el caso venezolano. Esta indiferencia global frente a la erosión democrática en Venezuela y otros países como Nicaragua y El Salvador genera un precedente peligroso: los gobiernos autoritarios han perdido el miedo a violar la democracia, y las sanciones, cuando existen, son cada vez más ineficaces.
La situación en Venezuela es un recordatorio brutal de cómo un gobierno puede socavar las bases de la democracia sin enfrentar repercusiones significativas. A pesar de las múltiples denuncias de fraude electoral, el régimen de Nicolás Maduro ha logrado mantenerse en el poder con el control absoluto de las instituciones del Estado. El sistema electoral ha sido manipulado al punto de que las elecciones carecen de cualquier tipo de transparencia. A medida que los observadores internacionales intentan denunciar estas prácticas, la respuesta global ha sido tibia, limitada a sanciones económicas que no han logrado forzar un cambio de curso.
El caso venezolano no es un hecho aislado. Nicaragua, bajo el liderazgo de Daniel Ortega, ha seguido una ruta similar, encarcelando a opositores y consolidando el poder en una sola figura. En El Salvador, Nayib Bukele ha desmantelado muchas de las instituciones que antes servían de contrapeso a su autoridad. Al mismo tiempo, gobiernos en países como Hungría y Turquía han adoptado tácticas similares. La normalización de este comportamiento autoritario está erosionando la confianza en las instituciones internacionales en general.
Un informe reciente de Freedom House, organización que monitorea el estado de la democracia a nivel global, revela que el 2023 fue el decimoséptimo año consecutivo de declive en la libertad global. Hoy, solo el 20% de la población mundial vive en países considerados “libres”, mientras que un 38% habita en naciones catalogadas como “no libres”. Este retroceso democrático no solo afecta a las naciones directamente involucradas, sino que genera un clima internacional de incertidumbre y desconfianza.
En América Latina, el panorama es sombrío. Venezuela ha experimentado una caída del 46% en su índice de libertad desde que comenzó el régimen de Maduro. Nicaragua, por su parte, ha visto una disminución del 40% bajo Ortega. Aunque Colombia sigue siendo una de las democracias más estables de la región, su índice de libertad también ha mostrado signos de debilitamiento. La cercanía geográfica e histórica de Colombia con sus vecinos autoritarios, como Venezuela y Nicaragua, plantea un riesgo latente. Más con un presidente que no tolera nada por fuera de su esquema político.
Este deterioro democrático no solo tiene consecuencias internas, sino que afecta también la estabilidad económica y el comercio internacional. Los países que violan sistemáticamente los derechos democráticos son más propensos a crear incertidumbre en los mercados.
La salida a esta crisis debe pasar por un compromiso renovado con la democracia, tanto a nivel regional como global. Las democracias del mundo no pueden darse el lujo de seguir mirando hacia otro lado mientras gobiernos autoritarios destruyen las instituciones y los derechos fundamentales. El costo de la inacción será demasiado alto.