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Los intelectuales, en su esfuerzo por desmarcarse del hombre común, son capaces de intelectualizar casi cualquier cosa. Con este esfuerzo logran una dupla irresistible: 1) lucir sofisticados, es decir distintos al hombre común. Y 2) volver digerible a gran escala lo que resulta impalatable para la sabiduría práctica a escala individual.
Un ejemplo claro es la respuesta militar a los desmanes de la Alemania Nazi que era una obviedad para el Reino Unido de la Segunda Guerra Mundial, pero que un Bertrand Russell racional y pacífico tenía que oponer hasta el último segundo para intelectualizar la importancia de la paz y señalar lo inconveniente de responderle a Hitler con la misma moneda de sus acciones.
La vanidad literaria de Russell y su deseo moral de estar por encima del opinador común no le autorizaban nada distinto a una justificación sin descanso de un error fatal: la contemplación pasiva y cómplice de la conquista de Europa por la Alemania Nazi. Una vergüenza histórica, un desatino difícil de igualar.
Este proceso de intelectualización que justifica lo injustificable produciendo un mal producto muy bien empacado no pasaría de ser un curiosum si no fuera por sus terribles consecuencias en el clima de opinión, ese conjunto fundamental de ideas que prevalecen en una sociedad y hacen posible la vida civilizada.
Los intelectuales impactan el clima de opinión generando y justificando ideas que muchas veces resultan perniciosas para el bienestar social. Tienen tras de sí multitudes ansiosas de comulgar un bocado de aquello que también les permita desmarcarse del hombre llano. Poseen consumidores prestos a distribuir el nuevo producto que con letras doradas reza en su envoltorio: contenido inteligente, consumir con confianza.
El éxito de los caramelos de cianuro que preparan los intelectuales se debe principalmente a la neutralización de los anticuerpos básicos de la razón. El reproche del hombre común, tan útil para dirimir asuntos de alta importancia, es acusado ahora de superficial y pando. Ya lo obvio desentona, desinfla, no luce inteligente. La innovación intelectual exige otro tipo de acrobacia, una más arriesgada y moderna que transmute el pecado en virtud como pasó con Russell y como ha pasado en Colombia con la política electoral.
En Colombia ya logramos desde hace décadas intelectualizar el secuestro y la violencia en relación con la política electoral. Hoy no resta puntos, sino que suma y luce sofisticado y comprensivo defender a quienes han sido violentos e incluso es posible ponerlos a la misma, o a mayor altura, de quienes están en la contienda política sin haber nunca empuñado un arma. Reclamar por un pasado sin armas es anticuado, es un reclamo propio del hombre llano. Todo gracias al arduo trabajo de los intelectuales.
El reto de intelectualización que hoy presenciamos es diferente, en especial en esta segunda vuelta y teniendo en cuenta la sorpresa de Rodolfo Hernández. El reto es ocultar la ideología socialista que se encuentra en el corazón del Pacto Histórico y que brilla con fuerza en un rojo escarlata que espanta al hombre común. No tiene mucho sentido hablar de las virtudes de Hernández para derrotar a Petro por la sencilla razón de que ninguna virtud de Hernández derrotará a Petro. Petro no se enfrentará a Rodolfo Hernández, sino a sí mismo. Enfrentará al anti-petrismo, es decir, al anti-socialismo que, gracias a la violencia de 50 años de guerrillas progresistas, se mantiene vivo como un sistema inmune que defiende a Colombia del sinsentido. Nosotros no somos Argentina, no somos Chile ni Venezuela. Aquí no tuvimos un Alberdi o un Jean Gustave Courcelle-Seneuil, pero las ideas socialistas aún no han sido transmutadas en virtud por los intelectuales y el hombre común es todavía un hereje dispuesto a servirse con coraje de su propia razón.