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Conforme está de moda el tema de la lucha contra la corrupción en el debate electoral, es pertinente reflexionar sobre las acciones que debería tomar el nuevo Gobierno al respecto. En primer lugar, por absurdo que suene, se debería reformar la Ley 2195 de 2022 de lucha contra la corrupción, pues en el trámite legislativo se suprimió el capítulo más importante sobre protección a denunciantes. Igualmente, tampoco se incluyó en la redacción inicialmente presentada recompensas por las denuncias. La Ocde lleva años insistiéndole al Estado colombiano que reforme su legislación, a efectos de introducir herramientas jurídicas de protección a delatores.
La conclusión es que, mientras no existan estas herramientas, habrá un manto de protección para los corruptos en el que podrán seguir ocultando sus delitos. En segundo lugar, se deben reformar las entidades de control. No es que tengan más presupuesto y personal, sino que sus sistemas de operación sean más efectivos, con reformas de tipo gerencial, procedimental y tecnológico. Se trata de lograr más investigaciones y fallos. Igualmente, es necesario aprovechar en el nivel central las oficinas de Control Interno. Cada entidad del Gobierno central cuenta con un oficial de control interno que depende y es nombrado por la Presidencia de la República. Al oficial de control interno le corresponde auditar el desarrollo de la gestión de la entidad, lo cual implica, necesariamente, advertir cualquier asunto fuera de lo común o relacionado con corrupción. Fortalecer estas dependencias y coordinar su trabajo, no solo dentro de cada entidad, sino también a nivel central, sería un gran paso para que el Estado sea más efectivo en la lucha contra la corrupción. En tercer lugar, las entidades de supervisión deben estar totalmente aisladas de las coyunturas de tipo político.
Así, todas las Superintendencias deben estar adscritas al DAPRE, es decir, a la Presidencia de la República, y deberían coordinar su actividad a través de un consejo directivo. Hay que tener claro que los ministerios hacen la política y las entidades de supervisión hacen cumplir las normas que han sido expedidas en ejercicio de la actividad legislativa y reglamentaria. Por eso, no es conveniente que las Superintendencias sigan adscritas a los ministerios. En cuarto lugar, debido a las diferentes reformas de la Ley 80 de 1993 y la manera como quedó redactada la inhabilidad como “sanción” en la Ley 2195 de 2022, en los casos de sanciones administrativas por corrupción, las personas jurídicas solamente podrán ser inhabilitadas si la persona natural condenada, que actúo como administrador, conserva esa condición. La propuesta desde la Supersociedades era replicar la posibilidad de sancionar a las personas jurídicas con una inhabilidad de hasta 20 años, tal como hoy en día está establecido para los casos de soborno transnacional.
Finalmente, hay que avanzar en la implementación de los programas de transparencia y ética empresarial para el sector privado, responsabilidad de todas las superintendencias, y los programas de transparencia y ética pública para el sector público, todo lo cual requiere que la Secretaría de Transparencia emita los lineamientos y parámetros. Por supuesto, nada como el cambio cultural y contar con un 100% de excelsos funcionarios. Mientras tanto, fortalezcamos las herramientas.