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Colombia y varios países del mundo han pasado por toda suerte de sistemas políticos de organización del estado. Para algunos, es mejor tener un poder central fuerte y con poca autonomía para las regiones; para otros, lo deseable es tener un estado central más reducido y con entidades regionales fuertes. Lo conveniente dependerá de las necesidades y madurez política y económica del estado y de las regiones, al igual que la profundidad de la autonomía.
En Colombia tuvimos nuestras propias versiones federales. Primero con la famosa patria boba y, después, en varias constituciones hasta 1886. En otras palabras, la discusión sobre este asunto en nuestra corta historia de 200 años la hemos tenido en diferentes fases. Finalmente, triunfó la tesis de tener un estado central poderoso, con el monopolio de las armas y de las leyes.
Terminó afincándose la famosa tesis de la “centralización política y descentralización administrativa”, que parecía más un sofisma que una realidad. Con la elección popular de gobernadores y alcaldes y la Constitución de 1991 se emprendió el recorrido a una verdadera descentralización. No obstante, aún subsiste un gran control del estado central colombiano sobre los entes territoriales, por lo que es clave una buena relación de estas entidades con el Gobierno central para contar con recursos adicionales.
El problema se presenta cuando no existe esa buena relación, como puede ocurrir ahora. Esto plantea la necesidad de preguntarnos si es un buen momento y tenemos la madurez para tener más autonomía regional, que mejore el desarrollo y neutralice los caprichos del Gobierno central.
Para esto, más que contar con un sistema federal en toda su dimensión, que no sería adecuado en nuestro contexto, se requiere el control de la chequera en las regiones. Así, en caso de presentarse, para algunos, podría existir un menor control en el uso de los recursos y una menor racionalización y empleo estratégico a nivel nacional de los mismos. Para otros, podría presentarse un uso más racional y justo de los mismos, al emplearse en centros más poblados, que a su vez son los generadores de los recursos. La solución debe resolver, de todas formas, las necesidades reales de los habitantes y contener una solución de justicia para los más necesitados y comunidades apartadas.
No podríamos seguir bajo el esquema de una simple autonomía administrativa, que necesariamente dejaría por fuera a las regiones de los procesos políticos y económicos que afecten a sus comunidades y los recursos para las soluciones. Se requiere un verdadero revolcón para que las entidades locales cuenten con mayores recursos que garanticen su verdadera independencia y flexibilidad en las soluciones.
Tal vez, por todo esto, se deberían fortalecer a las gobernaciones, transfiriéndoles más recursos, para que estas los racionalicen y determinen su uso en los diferentes municipios, conforme a sus necesidades. Adicionalmente, se presentarían menores incentivos para una interferencia del Gobierno central en las regiones que no son de su gusto. Al final del día, no hay solución perfecta, pero lo inaudito es seguir manejando la mayoría de las platas de la chequera desde Bogotá, especialmente si se cuenta con un Gobierno inhóspito.