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ANALISTAS 17/06/2024

Nunca ceder ante los posibles dictadores

Juan Pablo Liévano Vegalara
Exsuperintendente de Sociedades

Con la conmemoración de los ochenta años del desembarco de Normandía, conviene analizar cómo se llegó a los extremos de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, aunque hay varias razones que pueden explicar en parte la guerra, como la Primera Guerra Mundial, el Tratado de Versalles y la Depresión del 29, lo cierto es que las raíces se reducen a Adolf Hitler y su compleja y enferma personalidad, la instrumentalización del pueblo alemán y su incapacidad de una efectiva defensa institucional, el círculo de aduladores ideologizados y enfermos y la permisividad de la comunidad internacional.

Respecto a la personalidad, Hitler era un megalómano, narcisista y ególatra con complejo de mesías, obsesionado con el poder. Creía que solo él era capaz de liderar al pueblo hacia grandes cambios, por lo que era imperativo llegar y mantenerse en el poder. Era igualmente resentido y frustrado, resultado de su complejo de inferioridad y baja autoestima. De manera constante, buscaba la autoafirmación y sentirse superior. Otra característica era su obsesión por conseguir lo que se proponía, imponiendo su voluntad sin importar el diálogo, la opinión de los demás y la evidencia. Carecía de la facultad de escuchar y de tener empatía y compasión con el prójimo. Era un excelente orador, teatral y dramático. Era un líder carismático y mitómano que poseía un gran poder de manipulación.

Con esa personalidad compleja y enferma, y las necesidades y frustración del pueblo alemán, a través de la combinación de medios de lucha, legales e ilegales, como la participación democrática, las falsas noticias y el empleo de tropas civiles de asalto, logró llegar a Canciller y, posteriormente, se autoproclamó dictador. El pueblo alemán, uno de los más cultos y educados, de manera sumisa y casi unánime, sin capacidad de una efectiva defensa institucional, terminó a sus pies, permitiéndole el poder absoluto y los más horrendos abusos.

Pero él no estaba solo, ni hizo todo solo. Lo acompañaban lacayos leales con personalidades complejas y enfermas, obsesionados con él y sus torcidas ideas, tales como Goebbels, Göring, Hess, Himmler, Frank, Röhm y Ribbentrop, y hasta idiotas útiles como Von Papen y el mismo Hindenburg. Luchaban entre ellos por ganarse el favor del líder, compitiendo por ser más nazis que el mismo Hitler, quien muchas veces lideraba de forma gaseosa y genérica.

Finalmente, la comunidad internacional fue condescendiente. Lo dejaron salirse con la suya una y otra vez, con el incumplimiento del Tratado de Versalles, la ocupación de la zona del Rin y la anexión de Austria y los Sudetes. Occidente entró en la política del apaciguamiento, permitiendo abusos y conductas inadecuadas para evitar la guerra. Lo cierto es que, a las complejas personalidades y proyectos de dictadores, hay que pararlos con todos los medios legales desde el principio con firmeza y decisión. Nunca hay que dejarlos avanzar y destruir la institucionalidad. Esa es la enseñanza histórica. Todas las democracias, incluidas las latinoamericanas, deben defenderse por todos los medios legales de los proyectos de dictadores que, con sus complejas personalidades, conducen a los pueblos a la guerra o a la ruina, como ocurrió en Alemania o Venezuela, e incluso podría ocurrir en nuestro país.

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