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El Gobierno nacional se ufana y saca pecho por las cifras de incautación de cocaína. Hasta octubre de 2024, se han incautado 705 toneladas, lo que representa un incremento del 18% con respecto a las 597 toneladas del mismo período del año anterior.
Estos datos no pueden analizarse de forma independiente y descontextualizada. Hay un aumento en la incautación e interdicción, pero esto es consecuencia de varios factores, algunos asociados al Gobierno actual y otros a anteriores administraciones. Este Gobierno, debido a sus políticas de paz y los ceses al fuego, ha renunciado a hacer presencia en el territorio en las zonas cocaleras. Esto ha significado una patente de corso para los grupos armados ilegales, permitiéndoles asumir el control territorial y organizar la producción y los “impuestos” a la coca.
Por otro lado, se ha renunciado a la interdicción de los cultivos de coca y la judicialización de los cultivadores. Hasta septiembre, se han erradicado 4.504 hectáreas, una cifra que contrasta con las 13.331 hectáreas de 2023 y las 44.000 de 2022. Es un desplome alarmante, resultado de la inacción del Gobierno. Además, a pesar de la existencia de programas de sustitución de cultivos, la falta de cifras oficiales, sumada al incremento de las áreas de cultivo, sugiere que esta iniciativa no ha sido efectiva. Finalmente, como parte de la paz del gobierno Santos, la erradicación aérea con el uso de glifosato fue suspendida, eliminando lo que era la única herramienta efectiva de erradicación.
Así, en 2023, Colombia alcanzó la astronómica cifra de 253.000 hectáreas cultivadas de coca. Este vasto cultivo, junto con mejoras en la productividad, ha resultado en una producción potencial de 2.664 toneladas. Es probable que al final de 2024 se alcancen fácilmente las 300.000 hectáreas.
La realidad es que la proliferación de cultivos de coca genera varios problemas. Desde el punto de vista ambiental, el cultivo de coca implica deforestación, contaminación de ríos, pérdida de fauna y flora y, en general, afecta nuestra biodiversidad, lo cual no se abordó de forma contundente en la COP16, aunque sí se aprovechó para anunciar la polémica idea del Gobierno de comprar la hoja de coca.
Respecto a la seguridad ciudadana, los grupos armados ilegales cuentan con un negocio próspero y rentable, que les proporciona recursos para expandir su control territorial, en perjuicio de las comunidades y del país. Como consecuencia, el Estado ha perdido control de vastas partes del territorio, lo cual ha incrementado el conflicto y la violencia.
También se ve afectada la presencia del Estado. Para muchos actores en las zonas de conflicto cocaleras, la presencia del Estado es vista como un estorbo. La falta de Estado implica la explotación de los habitantes, la concentración de la riqueza en actores ilegales y una escasa oferta de bienes y servicios públicos y privados, como la salud.
El resultado de todo esto es un ciclo continuo de violencia y conflicto y la falta de desarrollo de las comunidades y, en general, del país. Ahora, además de subdesarrollados, somos un país cocalero. El Gobierno debe cambiar su política hacia los cultivos de coca. Se requiere aspersión aérea, judicialización a los cultivadores, control territorial y mayor presencia del Estado.