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A la nación colombiana, y a su estado, les quedó grande combatir el delito. El primer aspecto básico es capturar y judicializar a los delincuentes, lo que tiene serias dificultades en estas tierras. El segundo aspecto es el sistema penitenciario y la aplicación de las penas. Desde el punto de vista penitenciario, el Inpec no es una entidad que esté a la altura para la tarea y no hay suficientes cárceles. Así, por el hacinamiento, la respuesta del estado terminó siendo la de enviar a los delincuentes a su casa, antes de que terminen de pagar las penas.
Respecto a las penas, la nación tiene sentimientos disímiles en su aplicación y al tratamiento del fenómeno de la delincuencia y el delincuente. En abstracto, la nación desea combatir a la delincuencia, aplicando penas más severas y tipificando más delitos. El Código Penal del 36 establecía una pena máxima de 25 años, el del 80 de 30, el del 2000 de 40 y, la última modificación al mismo, de 60 años. Incluso se trató de incluir infructuosamente la cadena perpetua en el ordenamiento jurídico.
El problema surge cuando se mira al delincuente. Muchas veces se justifica su conducta, o porque no tuvo oportunidades, o porque es la sociedad y el sistema los que lo llevaron a delinquir, o porque es el eslabón débil y la víctima del narcotráfico, o porque era parte de la lucha armada revolucionaria. En general, se podría pensar que se quiere severidad con la delincuencia y, sin embargo, se tiene una actitud condescendiente con el delincuente. El típico “pobrecito latinoamericano”, a quien se le debe ayudar y suavizar la pena por nuestra cultura judeocristiana. Por eso todas esas concesiones al delincuente con figuras tales como el jubileo por visitas papales, la sustitución de la ejecución de la pena, la reclusión o prisión domiciliaria, la libertad provisional, la rebaja de la pena por trabajo o estudio y la vigilancia electrónica.
Por otro lado, persiste el concepto de rehabilitación y segunda oportunidad como núcleo principal de la pena, también parte de nuestra cultura. La realidad es que la pena debe tener como núcleo principal el castigo, la prevención y la disuasión, y no lo que ocurrió en el acuerdo de paz con las Farc, donde se perfeccionó la burla a la justicia y a la ciudadanía, con penas irrisorias y con los responsables fungiendo como congresistas. Pero como las cosas suelen empeorar en Colombia, ahora nos encontramos con un proyecto de ley que otorgará más beneficios a los delincuentes, prefiriendo a los victimarios sobre las víctimas.
El proyecto pretende crear la figura de la “libertad preparatoria”, la cual busca preparar al delincuente para la vida en libertad, dejándolo salir a trabajar de día y que regresen a prisión en la noche. Toda una burla a la justicia y a la ciudadanía. Claro que la pena debe tener un componente de rehabilitación, pero primero está el castigo, la prevención y la disuasión. De no ser así, los ciudadanos de bien y las víctimas quedarían en desamparo por parte del estado, pues quien la hace la tiene que pagar como regla básica de convivencia en una sociedad.