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El Gobierno nacional vive desconectado de la realidad social y económica del país. Su deseo es tener las arcas llenas, sin importar la situación o capacidad de los contribuyentes, para derrochar en imposibles proyectos faraónicos, subsidios inanes y politiqueros o agrandar el tamaño del Estado y su burocracia. Por eso siempre ha querido echarle mano al Banco de la República e imprimir billetes a su antojo. Un gobierno derrochador, con esa posibilidad, seguramente pensaría que se resolverían todos sus problemas financieros, se llevaría los aplausos por los subsidios y transferencias monetarias y continuaría en el poder. Pero los colombianos no comemos cuento y sabemos que no se puede gastar más de lo que se recauda y puede financiar, que no hay almuerzo gratis y que el peor impuesto es la inflación.
Al no ser posible semejante disparate, al Gobierno no le quedó otra opción, para sus intenciones populistas, que incrementar estrepitosamente el presupuesto nacional.
Pues bien, eso hizo. Presentó al Congreso un presupuesto inflado y desfinanciado de $523 billones, por lo que se requiere una Ley de Financiamiento por $12 billones, que será asumida por las empresas, empresarios y trabajadores colombianos. Tremendo despropósito en estos momentos de estancamiento económico, cuando lo que se requiere es fomentar la reactivación.
El presupuesto presentado, además, tiene varios inconvenientes, como los gastos de funcionamiento por la absurda suma de $327,9 billones, lo que representa un crecimiento de 22,65% respecto a 2023, que inicialmente tuvo un presupuesto de $405,6 billones, con gastos de funcionamiento de $253,6 billones. Recordemos que el presupuesto inicial de 2023 tuvo una adición de $16,9 billones, terminando en $422,5 billones, y que se requirió un recorte presupuestal de $20 billones en 2024. Así, la falta de rigor y el descaro del Gobierno al pedir para derrochar son inconmensurables y forman parte de su estrategia politiquera.
Todo esto significa que el presupuesto de 2025 debería reducirse considerablemente (por lo menos $40 billones), y que los esfuerzos de reducción deben provenir de los gastos de funcionamiento y del tremendo hueco fiscal generado por los precios de los combustibles.
De hecho, los contribuyentes ya no pueden más, y una Ley de Financiamiento como la planteada es inconveniente. El proyecto insiste en acabar con el futuro del sector minero-energético, incluyendo tarifas diferenciales y más onerosas para el sector; incrementa la tarifa mínima de tributación del 15% al 20%; castiga el ahorro privado y el esfuerzo personal con el impuesto al patrimonio, con mayor tasa, menor base y aplicable a las sociedades sobre sus activos improductivos; aumenta la tasa por ganancia ocasional, sin dar solución para la mejora de activos; incrementa las tarifas para las personas naturales; encarece los combustibles; crea un incentivo perverso de recompensas; aumenta los intereses presuntos al doble del DTF; elimina el régimen simple de tributación y, en general, castiga a la clase media trabajadora.
La única y verdadera opción para el país es que el Gobierno se apriete el cinturón y, de paso, combata la corrupción, en lugar de estar metiéndole otra vez la mano al bolsillo a los contribuyentes para sus excentricidades y derroche, más aún cuando el panorama económico no está para semejantes excesos.