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En los próximos meses será la inauguración de uno de los megaproyectos de ingeniería más importantes de la historia: el puente de 36 km sobre el océano pacífico, que conectará la China continental con las antiguas colonias de Macao y Hong Kong.
Quince años y cerca de US$20.000 millones tomó la construcción de esta obra con la que el país asiático busca posicionar la región como un centro de innovación y crecimiento económico. Pero esto es apenas una parte de la apuesta global que está haciendo China y frente a la que otros poderes se empiezan a rezagar.
Desde 2013, el presidente chino, Xi Jinping, viene impulsando la llamada “Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda”, que incluye el desarrollo a gran escala de autopistas, redes de fibra óptica, parques industriales, puertos, oleoductos y gasoductos.
Se trata de inversiones chinas en infraestructura en más de 60 países como Kazajistán, Myanmar e Indonesia, o incluso en Rusia y Ucrania; esto facilita el comercio con China, garantiza su seguridad energética y maximiza su influencia en la política y en la economía mundial.
En casos donde el país beneficiario muestra incapacidad de pago, por ejemplo, se han hecho concesiones en control territorial, como es el caso de Sri Lanka o Paquistán.
Pero tal vez la apuesta más grande de China en este momento se refiere a sus esfuerzos por convertirse en una ciber-superpotencia. Según Adam Segal, del Council of Foreign Relations, las iniciativas impulsadas desde el Gobierno chino apuntan a un internet que sea altamente controlado, de tal manera que impulse el desarrollo económico y desincentive la movilización política.
Busca reducir la dependencia tecnológica de otros países, y ejercer liderazgo en los campos de la inteligencia artificial, la computación cuántica y la robótica, al tiempo que fortalece sus sistemas de defensa a ataques cibernéticos.
Finalmente, China está interesada en promover la “ciber soberanía”: cambiar la noción de un internet libre, como se ha impulsado hasta ahora, por una en la que cada país pueda decidir su propio modelo de desarrollo cibernético y sus limitaciones.
Esto preocupa a muchos y con razón. Hace poco había un creciente optimismo por el papel que algunas de las nuevas tecnologías jugarían en el fortalecimiento de la democracia y la promoción de libertades básicas, algo de lo que fueron ejemplo las revoluciones en Irán y las de la primavera árabe.
Desafortunadamente, hoy el panorama es diferente, con un uso cada vez mayor de estas tecnologías para conocer gustos y preferencias de la gente, predecir sus comportamientos y, cuando sea necesario, controlarlos.
En algunos países es cada vez mayor la autocensura, con lo cual mucha gente se rehúsa a mirar ciertos contenidos digitales por temor a estar siendo observado por el aparato estatal; algo que, de hecho, ocurre cada vez con mayor frecuencia.
Y mientras China avanza en su intento de crear condiciones para tener una mayor influencia global, con el comercio y las tecnologías digitales, la respuesta que ha encontrado es propia del siglo XVIII: mayores aranceles, que empezaron con el acero y el aluminio y que progresivamente se han extendido a toda suerte de mercancías tradicionales.
Debería entenderse la necesidad de hacer apuestas por el desarrollo económico acordes a los desafíos del mundo moderno, y dejar de insistir en prácticas obsoletas.