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“Que Dios nos ayude” fue la frase final del presidente del Consejo de Ministros y ministro de Economía, Juan Carlos Hurtado Miller, luego de anunciar las primeras medidas económicas el 7 de agosto de 1990 al inicio del gobierno de Alberto Fujimori. Con ese ajuste comenzaba un periodo de cambios de la economía peruana en un momento en el que el país estaba prácticamente quebrado. Gestión, que nació al mes siguiente y acompañó todo el proceso de transformación económica, siempre consideró que era necesario, dada la caótica situación que se afrontaba, tras décadas de fracasos en que el Estado tuvo un rol preponderante. Hoy, 31 años después, el Perú enfrentará el próximo domingo 6 de junio una elección presidencial donde hay el riesgo de volver a las décadas del 70 y 80 del siglo pasado, años de triste recordación.
Durante las tres últimas décadas los resultados muestran crecimiento, reducción de la pobreza y desigualdad, así como el resurgimiento de la clase media. Sin embargo, en la campaña electoral se ha difundido la idea de que estamos peor que anteriores décadas. Eso no es cierto.
Y no es que en los últimos 31 años la economía haya tenido solo un curva ascendente y la crisis política -con la corrupción- estuviera ausente, pero la necesidad de enmendar rumbos no significa destruir lo avanzado y retomar ese carácter recurrente de ser fundacional cada vez que se inicia un gobierno. Hoy no es prioritario una nueva Constitución, prioridades como superar la pandemia y la crisis económica sí lo son.
El país afronta una recuperación con sobresaltos marcada por las elecciones, en momentos en que se tienen vientos de cola a favor que muestra la economía mundial, como es el caso de los precios de los metales. Los temores sobre el futuro se reflejan en las señales de corto plazo como el alza del tipo de cambio y la reciente decisión de la agencia Moody’s de poner en perspectiva negativa la calificación crediticia de Perú, aunque manteniendo el grado de inversión. Simultáneamente, hay riesgos de convulsión social, de autoritarismo, de que se acentúe el populismo económico, de la politización creciente de las decisiones de política económica, de menospreciar el rol de las empresas privadas, de poner en entredicho la propiedad privada, y todo ello tendrá resultados ya conocidos, y que en los últimos años se han visto en experiencias de algunos países de la región. El impulso a la productividad y competitividad como ejes de las políticas económicas también pueden quedar de lado si el rol del Estado vuelve a tener preponderancia.
A lo anterior hay que agregar que un gobierno no puede estar basado en la improvisación, en la falta de un equipo de gobierno y de experiencia en la gestión pública, pues no solo se pone en peligro lo logrado, sino que puede tener un efecto perverso para los más pobres, a quienes se supone están dirigidas las propuestas.
Los retos que están sobre la mesa para el próximo gobierno no son pocos. Indudablemente hay que hacer cambios en la política económica, como más de una vez hemos señalado en Gestión. Los objetivos de recuperar el crecimiento son la condición necesaria pero no suficiente. También se deberá reconstituir la institucionalidad -paso imprescindible para combatir la corrupción y fomentar la economía de mercado- y ocuparse de la población vulnerable sin clientelismo.
Quedan seis días de reflexión. Lo que está en juego es más que una elección.