MI SELECCIÓN DE NOTICIAS
Noticias personalizadas, de acuerdo a sus temas de interés
Hace casi 20 años, en el primer trimestre del 2002, el desempleo en Bogotá era de 17% para los hombres y 24.7% para las mujeres. Paulatinamente, la ciudad (como el país) redujo el desempleo a niveles cercanos al 10%. Aunque desde antes de la pandemia el mercado laboral venía deteriorándose, la estocada del covid fue dramática: el desempleo llegó al 26% para las mujeres y al 21.6% para los hombres en el segundo trimestre de este año.
La alcaldía presentó recientemente un plan para enfrentar el asunto. “Plan Marshall”, lo llamó aludiendo a la (no necesariamente afortunada) analogía entre la pandemia y la guerra.
Pero más allá de las formas, y de que un pedazo del plan se retiró temporalmente del concejo, se abre un debate sobre el fondo de las medidas. Se podrían dividir en cuatro componentes: endeudamiento, alivios tributarios para las empresas y hogares afectados, incremento de tributos (en particular, del impuesto de industria y comercio o ICA) para sectores con una situación favorable, e incentivos a la formalización empresarial.
Estas propuestas están bien encaminadas, bajo algunas premisas razonables. Sin embargo, la administración podría justificarlas mejor, y en el proceso afinar varios detalles.
Las propuestas están bien encaminadas porque enfrentamos un golpe histórico a la economía y la responsabilidad del Estado por apoyar al aparato productivo, proteger empleos, y apoyar a los más vulnerables es ineludible. Tiene entonces sentido endeudarse y hacerlo a niveles históricos (la recesión es histórica), por al menos dos razones. Primero, porque es un empujón directo a la demanda agregada y al empleo. Segundo, a esta razón “keynesiana” se suma una razón “neoclásica” de suavización de impuestos: endeudarse permite postergar impuestos que la economía no estaría en condiciones de pagar hoy.
También es razonable invertir la mayoría de la deuda en infraestructura porque construimos activos que quedarán para la ciudad y porque las obras pueden ser una fuente importante de demanda de trabajo. Sin embargo, es imprescindible concentrarse en lo que se pueda hacer ya para salvar demanda, empleo, e ingresos. Algunos proyectos tardan mucho en estudiarse y estructurarse. Haríamos bien en destinar la deuda en lo que se pueda hacer muy pronto: arreglos de andenes, arreglos de parques y otros espacios abiertos (claves además para una interacción social más segura), construcción y arreglos de carriles exclusivos de bicicleta, pintura y parcheo de vías, señalización, alumbrado público, …
También es sensato ofrecer beneficios a algunos grupos afectados (temporalmente, y con criterios transparentes) al tiempo que se grava más a otros que están fuertes en la pandemia. Redistribuir cargas de quienes tienen capacidad de pago hacia quienes ven sus vidas gravemente maltrechas (como se propone por ejemplo con las propiedades residenciales de muy alto valor a través del impuesto predial) es un instrumento que atenúa los graves dilemas que enfrentamos hoy.
También puede convenir gravar sectores que hoy gozan de una demanda fuerte y más inelástica o “garantizada” por la propia pandemia, y por lo tanto pueden tributar sin afectar gravemente su actividad. Sin embargo, aunque sufran menos que otros, el impuesto podría desincentivarlos cuando más los queremos usar. Este puede ser el caso de las actividades relacionadas con la higiene, los temas médicos, y el comercio electrónico. Además, aunque es el instrumento con que cuenta el distrito, el ICA grava ingresos brutos y no las ganancias, lo cual es ineficiente y genera inequidades.
Entonces, ¿por qué tendría sentido subir tasas con estos dos problemas? Sólo en el entendido de que: (1) con deuda no es suficiente y (2) los aumentos propuestos en ICA logran un balance razonable donde el ingreso adicional obtenido compensa con creces la posible afectación a estos negocios. Si estas premisas fallan, deberíamos acudir sólo a deuda o ajustar la tasa. Y sobre estas premisas, aunque no descabelladas, encontré poco sustento empírico en las propuestas del gobierno.
Por el lado de los alivios, se puede mejorar el diseño si se condicionan a conservar empleos y si se otorgan no a quienes hallan sufrido una caída en sus ingresos, sino en sus ganancias. Más ambicioso, aunque imposible en el corto plazo, es recoger las recomendaciones de la comisión de finanzas territoriales que acaba de presentar su informe y avanzar estas iniciativas, no con el ICA, sino con un impuesto local a las ganancias que lo reemplace.
En una última precisión, no es razonable la defensa de los incrementos al ICA aduciendo que estos impuestos no se traducen en costos porque (como una de las varias exenciones de Duque es reducir más el impuesto de renta a quienes pagan más ICA) esta carga se irá a reducción en impuestos nacionales. Primero, porque no sabemos que sea así: es posible, pero dependerá del resultado del ejercicio de las empresas tal que puedan aprovechar estos pagos. Segundo, supongamos que sí: esto no es una buena noticia. Al contrario, refleja lo mal pensado de esa exención que genera incentivos a “canibalización” entre los recaudos locales y nacionales.