MI SELECCIÓN DE NOTICIAS
Noticias personalizadas, de acuerdo a sus temas de interés
Bill Gates no fue un niño prodigio. De hecho, si hoy tuviera ocho años, sería diagnosticado con un trastorno del espectro autista, neurodivergente. Pero en la década de los sesenta, en la que transcurrió su infancia, fue simplemente un “pequeño demonio” que se obsesionaba con cosas puntuales, no captaba las señales sociales, era grosero e incorrecto para las concepciones de convivencia al no poder notar el impacto que generaba en quienes lo rodeaban. Fue muy afortunado.
-Estoy en guerra con mis padres -le dijo en ese entonces al doctor que visitaría cada sábado durante casi tres años. Un conflicto que, con el tiempo, el niño calificaría de imaginario, aunque sobrepasara la rebeldía habitual, y que poco después desembocaría en su creación más colosal.
-Ríndanse. Él va a ganar -les dijo finalmente el médico a sus padres. Algo que ahora suena premonitorio, pero que en ese momento apelaba a liberarlo de tantos intentos llenos de amor por empujarlo hacia el mundo y sacarlo de su propia mente, la misma que terminó por convertirlo en lo que es. Esa “liberación” fue parte de lo que hoy llama el “frente sólido” que mantuvieron y que marcó definitivamente su carácter, porque era la suma de los rasgos particulares y esenciales de cada uno.
De papá la tranquilidad, el sentido de estabilidad, el respaldo emocional y la firmeza necesaria para tener confianza de experimentar, probar y equivocarse. De mamá -su motor silencioso- el nivel de exigencia que interiorizó profundamente. Fue quien le enseñó que debía “hacer algo importante” con su vida. Una ambición sana que no nacería de su ego, sino del deseo de estar a la altura de lo que su madre esperaba de él. Ella le recordó hasta su muerte, en 1994, que era solo un administrador de toda la riqueza que adquiriera porque con ella venía la responsabilidad de repartirla. Con seguridad no imaginó que su niño, el que con su comportamiento apenas le dejaba energía para sus otros dos hijos, para 2025 habría donado más de cien mil millones de dólares y aseguraría que aún tenía muchísimo más para repartir.
El código fuente es básicamente la esencia de un software, su ADN. El lugar donde están escritas, línea por línea, las decisiones que le dan forma, comportamiento y lógica a un programa de cualquier aparato que requiera un sistema operativo.
Era 1971 y ya convertido en un experimentado boy scout adolescente, junto a cuatro de los amigos que sus dificultades de interacción social le permitieron, se embarcaría en una nueva travesía. Durante los últimos años se habían convertido en audaces campistas, pero esta era de 80 kilómetros y tomaría casi 8 días. Para entonces ya se había iniciado en el mundo de la programación.
El recorrido fue extremadamente duro y fue muy afortunado porque su mente, para sobrellevar las condiciones y el cansancio, se obsesionó con un código fuente que probaría al volver. Tres años después, ese código fue la semilla de su imperio tecnológico. Pero Código Fuente/> Mis Inicios no es un libro sobre ello, sino que revela el código, el ADN, que transformó a ese “pequeño demonio”.