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Si el lunes pesa, el viernes se va en un suspiro, el domingo es una cuenta regresiva y el miércoles no es más que una pausa entre la impaciencia y el cansancio, entonces, ¿cuándo se supone que se disfruta la vida?
Nos repiten que la felicidad es la recompensa por haber hecho todo bien. Que llegará cuando tengamos más tiempo, más dinero, más certezas. Que primero hay que pagar deudas, sanar heridas, corregir errores, esperar el momento correcto. Nos enseñaron a ver la vida como una escalera ascendente, donde el disfrute siempre está un escalón más arriba, pero pasa que muchas veces sentimos que no logramos.
Dale Carnegie conoció a cientos de personas atrapadas en esa espera activa de escalar y escalar por la esquiva felicidad que no alcanzaban. Gente que vivía aplazando su alegría mientras la vida pasaba de largo. Pero también conoció a quienes decidieron disfrutar lo que ya era. María González fue una de ellas. Una mujer de Guadalajara que trabajaba en la misma oficina todos los días, en el mismo cubículo gris, con las mismas personas que apenas notaban su existencia. No la saludaban. No la incluían. No la veían. Llegó a pensar que su entorno era el problema, hasta que un día se miró al espejo y entendió algo que lo cambió todo.
No podía obligar a los demás a verla, pero sí podía empezar a mostrarse. Ese día, en vez de caminar con prisa hasta su escritorio, redujo la velocidad. En lugar de esperar un saludo, lo ofreció primero. Sonrió sin motivo. Al principio, sus compañeros la miraron con extrañeza, luego con curiosidad y, finalmente, con calidez. No pasó nada extraordinario. Nadie le dio un ascenso. Nadie la celebró. Pero poco a poco, dejó de sentirse invisible. Su trabajo no cambió. Cambió ella.
No fue suerte. Fue intención. Porque Carnegie tenía razón cuando decía que “casi todas las personas son tan felices como se deciden a serlo”. Pero decidir ser feliz no es sonreír a la fuerza ni pretender que todo está bien. Es entender que la espera es una trampa. Que no hay un después donde la vida finalmente empiece. Que esto es todo: este instante, este día, esta oportunidad de hacerlo distinto. Este escalón.
El presidente de una de las mayores industrias del caucho de Estados Unidos le confesó a Carnegie que “rara vez triunfa una persona en cualquier cosa, a menos que le divierta hacerla”. Pero la diversión no es un accidente. Es una estrategia.
Cuando éramos niños, cualquier cosa podía ser un juego. Saltar las líneas del andén era un reto, sostener la respiración bajo el agua, una competencia. Creíamos que todo podía ser divertido si lo decidíamos. Luego crecimos y confundimos la seriedad con la rigidez, la madurez con la apatía. Nos esforzamos mucho para esperar que la vida sea otra y empezar a disfrutarla, sin darnos cuenta de que la estamos desperdiciando en la espera, mientras nos preguntamos lo que este libro, con las ideas de Carnegie, nos responde: “Cómo disfrutar de la vida y el trabajo.