MI SELECCIÓN DE NOTICIAS
Noticias personalizadas, de acuerdo a sus temas de interés
A finales de los años 70 y durante toda la década de los 80, Nueva York fue un desastre. No la ciudad vibrante e icónica, sino un hervidero de violencia, corrupción y miedo. Era la manzana podrida. 2,200 homicidios al año, más del doble de Bogotá actualmente. Atracos a plena luz, pandillas extorsionando y un mercado de drogas a cielo abierto. La ciudad que nunca duerme, vivía un insomnio de terror.
En 1982 surgió la hipótesis de que si un entorno muestra signos de abandono -como una ventana rota en un edificio que no se cambia- la gente asume que no hay control, no hay ley, no hay quien cuide o conserve lo público y terminará por degradarse todo. La ley que termina por imponerse es la del caos y la del desprecio por el orden. En los 90 el alcalde Rudy Giuliani y su jefe de policía encontraron en esa hipótesis sana la justificación para el eje de su estrategia: tolerancia cero.
Graffitis eliminados, ladrones condenados, colados en el metro -el “vidrio roto” del sistema- detenidos. “Stop and frisk”, detener y requisar, a cualquier persona bajo la mínima sospecha, fue el método que llenó las calles de policías. La criminalidad se desplomó. Malcolm Gladwell, periodista y ensayista canadiense, capturó esta transformación en su libro El punto clave (2000). Su tesis fue simple y positivista, los cambios más pequeños pueden generar efectos enormes. Pero ahora, 25 años después, Gladwell con “La venganza del punto clave” dice “me equivoqué”.
Lo que realmente redujo el crimen, argumenta, no fue solo la persecución indiscriminada de infractores menores, sino un giro en la estrategia policial. No es que carezca de razón la hipótesis del vidrio roto, pero en lugar de tratar a toda la ciudad como un foco de criminalidad, se enfocaron en pequeños grupos de delincuentes conocidos. No fueron las detenciones masivas las que limpiaron Nueva York, sino el trabajo de inteligencia.
El cambio de perspectiva es parte de lo que denomina los “suprarrelatos”, historias simplificadas que la sociedad adopta como verdades absolutas. En los 90, la narrativa dominante era que el crimen podía erradicarse con mano dura. Nadie cuestionó si había otras fuerzas en juego como la caída del crack, el envejecimiento de la población, la mejora económica. Solo importaba un relato fácil de entender y vender por los “superpropagadores”, figuras que moldean la percepción de la realidad, como políticos, medios de comunicación y líderes de opinión. New York es solo un ejemplo. El libro está lleno de ellos.
Giuliani fue el superpropagador de tolerancia cero y ante el resultado bruto fue difícil cuestionarlo. Su estrategia fue exportada como modelo de éxito. Hasta 2020. El caso de George Floyd marcó un punto clave. La policía del “Stop and frisk” ya no era heroína, sino villana y arbitraria. El suprarrelato cambió. También, los superpropagadores. Con la llegada de Trump, la “realidad” se transforma nuevamente. Es parte de la epidemia social expuesta por Gladwell, es “La venganza del punto clave”.