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Cuando las evaluaciones de políticas públicas muestran buenos resultados, es decir efectos positivos, son tomados en cuenta y celebrados por hacedores o responsables de dichas políticas. Por el contrario, cuando las conclusiones no son favorables, incluso cuando son contratadas por entidades del Estado, son frecuentemente desestimadas y las recomendaciones quedan en el olvido.
El diseño de política pública es una labor compleja y, también, con amplias implicaciones en la vida de muchas personas. Parte del rol de la academia se enfoca en su contribución a la construcción de políticas públicas. Este rol no es únicamente de las universidades, también contribuyen centros de pensamiento, consultoras, entre otros. El diseño de políticas no depende únicamente de los aportes de estos actores, también inciden factores políticos y contextos sociales. Aquí me enfoco en el papel de las evaluaciones académicas de políticas públicas.
Cuando los resultados indican que la política pública funcionó, se abre un amplio espacio para la comunicación con los funcionarios, acceso a información y cobertura mediática. Este hecho no me parece negativo per se. En efecto, diseñar e implementar políticas públicas es un gran mérito para los funcionarios y para los políticos involucrados. Estas intervenciones positivas, en muchos casos, mejoran o cambian la vida de los beneficiarios. Incluso, que el uso de resultados positivos de estudios rigurosos tenga réditos electorales no me parece problemático y considero que podrían generarse círculos virtuosos.
Desafortunadamente, cuando los resultados son negativos, se reciben con desconfianza y no hay esfuerzos desde los gobiernos por entenderlos, apropiarlos y, mucho menos, socializarlos. Este comportamiento se explica principalmente por los sesgos de confirmación, es decir, que solamente se consideren argumentos que soportan las ideas propias, que tenemos todas las personas. No obstante, los costos en términos de política pública son elevados.
En primer lugar, en implementaciones en curso, no contribuye a realizar ajustes que pueden mitigar los efectos negativos. En ese sentido, aumentan los costos hundidos de políticas públicas que no logran los resultados esperados. En segundo lugar, son esenciales para el diseño de futuras intervenciones. Por último, no contribuyen a generar relaciones más cooperativas entre quienes realizan las evaluaciones, generalmente expertos sectoriales, y quienes definen las políticas. Este comportamiento impide que la identificación de elementos problemáticos tenga el efecto esperado y que se reproduzcan los mismos errores en otras intervenciones.
Esta no es una reflexión para elogiar el funcionamiento de la academia. De hecho, las circunstancias actuales reflejan sus limitaciones a la hora de aportar de manera práctica a las soluciones. Tampoco pretende posicionar este tipo de resultados por fuera de las dinámicas políticas ni de los sesgos de los investigadores. En ese mismo sentido, tampoco quiero desconocer las dinámicas políticas a la hora de diseñar, implementar políticas o hacer parte de un gobierno.
Lo que considero es que, de parte de los funcionarios, se podría fortalecer la capacidad de autocrítica, así como un interés transversal por este tipo de trabajos. Este interés, que se traduce en el acceso a información y en la disponibilidad a crear espacios de discusión, no debería estar condicionado a los resultados. Quienes asumen los costos de no ajustar programas e intervenciones son las comunidades y los beneficiarios de las intervenciones públicas.
La solución no viene únicamente de los funcionarios, académicos y expertos deben tener como propósito final mantener discusiones con estos actores para que sus resultados vayan más allá de una publicación. Los tiempos de la academia y de la formulación de políticas son diferentes. En ese sentido, la investigación puede participar más activamente en los momentos que se necesita. Así, con esfuerzos desde ambos lados se podría construir un ciclo virtuoso sostenible entre estos actores.