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Para nadie es un secreto que la innovación es el elemento diferencial de las economías desarrolladas y gracias a ella es que se han generado, en el último siglo, importantes beneficios económicos y sociales. Sin embargo, la innovación y sus procesos asociados implican cambios abruptos en el statu quo de las Compañías y, por ende, en la forma de pensar y operar, algo que comúnmente puede sorprender a los reguladores y obliga a crear marcos regulatorios que van más allá de lo evidente debiendo considerar los futuros avances científicos y tecnológicos.
El 2020 ha sido un claro ejemplo de ello; la pandemia aceleró los procesos de cambio, adaptación e innovación, y trajo consigo avances tecnológicos a nivel global, demostrando la importancia de estar preparados y de adaptarnos a las necesidades de la coyuntura. Sin embargo, la creación de nuevos marcos regulatorios o la modificación de los ya existentes no siempre van al ritmo del pensamiento innovador, algo que sin duda es primordial para potencializar todos los beneficios y crear un entorno propenso a la evolución y transformación constante.
En particular, al hablar de la regulación, se deben tener en cuenta dos aspectos particulares. En primer lugar, la regulación debe ser capaz de adaptarse a la velocidad, la amplitud y el progreso de la innovación, en especial de los avances que permiten solucionar problemas del día a día de las personas, pero también debe lidiar con los retos de alta envergadura en salud pública, inclusión financiera y desarrollo económico. Una regulación que no es capaz de adaptarse al ritmo de la innovación genera poco a poco un estancamiento en los procesos evolutivos asociados al desarrollo.
En segundo lugar, la regulación debe promover un proceso y pensamiento innovador en todos los sectores, no solo en el privado. Ya hemos sido participes de cómo los legisladores en todo el mundo han empezado a abrir espacio a los debates necesarios, y a veces complejos, que no sólo promueven ideas innovadoras, sino también discuten la mejor manera de abordar la tecnología, para que la misma avance y contribuya efectivamente al progreso social.
Para lograr esto, es indispensable que los tomadores de decisión tengan un diálogo permanente con la industria, la ciencia y los consumidores. Una colaboración adecuada entre el sector público y privado en la construcción de políticas públicas puede generar grandes beneficios al proveer una visión compartida de oportunidades y necesidades.
Del mismo modo, el consumidor entra a jugar un rol importante, no sólo por ser a quien está destinada la innovación, sino también por ser quien busca tener acceso a información clara y fidedigna sobre bienes y servicios para así tomar una decisión informada.
Desde el uso del blockchain hasta el manejo adecuado de redes sociales, pasando por las plataformas de transporte e incluso sobre los productos alternativos que suministran nicotina sin combustión, los ojos de los usuarios están puestos sobre las normas y leyes que clarifican el funcionamiento y beneficios de estas nuevas tecnologías.
Una regulación balanceada, sensata y moderna que promueva y proteja las ideas disruptivas e innovadoras debe ser una prioridad para los tomadores de decisión. La innovación, la ciencia y la tecnología son determinantes para la reactivación económica, pero es necesario que nuestros gobernantes puedan adaptarse y promover el pensamiento innovador que este reto implica.