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Estos tiempos de turbulencia en la política regional Andina, hacen que resulte inevitable referirse al tema de Venezuela y sus efectos internacionales. Sin embargo, antes que analizar lo sucedido en Caracas resulta sugestivo revisar una de las pocas posiciones favorables al status quo regional de la última década. México ha defendido, con particular ambigüedad, el soporte al gobierno de Maduro, por ende, el desconocimiento de Guaidó, como presidente interino.
La posición mexicana, que es la que podría esperarse de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), ha sido consecuente tanto con su discurso como con su recorrido político. Sin embargo, y aunque tal administración arguya constantemente ser defensora de la libre autodeterminación de los pueblos y de la política de no intervención en asuntos de otros Estados, se ha convertido en soporte para el nefasto líder de la fallida revolución socialista.
Incluso, a pesar de expresarse como un actor neutral, el gobierno mexicano insiste en validar la ilegitimidad del régimen andino. Esto, a la larga resultará contraproducente en el diálogo con USA y Canadá. Pero se hace complejo de manejar para un gobierno que, como lo expuso Falko Ernst, cuenta con una sociedad dividida. Hasta ahora, se ha percibido que existen tres claras tendencias en relación con Venezuela. De un lado, está un sector de la población que defiende el papel de Maduro, como actor contrario al poder de Washington y como claro bastión de resistencia ante la injerencia en América Latina.
En contraposición a dicho grupo poblacional, se ubica el sector que ha actuado -muchas veces por simple inercia- en contra de AMLO. La fuerza de esta fracción no es para nada despreciable y mantiene su posición de descrédito frente al presidente. Tal polarización abre la posibilidad de encontrar en medio de ellos a un tercer sector de la opinión pública que ha ponderado la determinación de su jefe de Estado, con objeto de ver en México a un líder regional, a partir de un ejercicio diplomático que facilite que esta situación termine sin consecuencias indeseables.
No obstante estas tres posturas en la opinión pública mexicana, la posición del gobierno ante una situación que resulta, a todas luces salida de proporciones, ha generado más ruido del esperado. México ha abierto la puerta a múltiples dudas sobre su compromiso en materia de derechos humanos y respeto por la democracia.
En este aparte, aunque se insista que las comparaciones son odiosas, éstas resultan pertinentes en no pocas ocasiones. En contraste con el accionar del gobierno mexicano en el ámbito internacional, aparece la decidida posición del colombiano en relación con la autocracia bolivariana. Enfatizando, por supuesto, que el fenómeno estudiado representa muchas más dificultades para Colombia que para México.
La foto nacional es muy similar. El presidente Iván Duque también se enfrenta a una opinión pública fragmentada. Existe un amplio sector que avala sus decisiones y apoya, sin cuestionamientos serios, las acciones de su administración; otra fracción que no comulga, ni con su gobierno, ni con planteamientos ni decisiones; y una tímida fracción de la opinión que, de acuerdo con los argumentos, un día aprueba y al otro desaprueba. A pesar de esta división, existe un consenso evidente de no reconocimiento a Maduro. Tal vez sea en lo único que hay unidad en el país.
Aunque algunos analistas se mantengan en defender la doctrina de la no intervención en asuntos de otros Estados, con objeto de avalar la pasividad mexicana, ha de ser un imperativo preservar la vida de los cientos de miles de venezolanos que, simplemente, piensan distinto y no están de acuerdo con vivir bajo el yugo del retrógrado socialismo radical impuesto por Maduro. No solo México, sino también Uruguay y toda la América Latina, debe rechazar el dominio analfabeto de los agitadores adscritos al incoherente “socialismo revolucionario del siglo XXI”.