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Analistas 27/09/2022

Deuda social regional

Luis Fernando Vargas-Alzate
Profesor titular de la Universidad Eafit
LUIS-FERNANDO-VARGAS

En este mes de discursos e informes en Naciones Unidas es menester considerar lo relativo al estado de la seguridad humana en la región. Si bien una evaluación de los logros alcanzados al cerrar el cuarto lustro del presente siglo ofreció un panorama relativamente alentador, lo cierto es que hoy se está ante un escenario trágico. En el pasado se refería a las metáforas sobre “bombas de tiempo” e inminentes “estallidos sociales”, en el presente se generaliza en términos de demandas por justicia social.

El panorama es aterrador. El más reciente informe sobre desarrollo humano en el mundo, que profundiza los aspectos sobre los que se han desplegado análisis previos, giró en torno a la enorme incertidumbre sobre los días por venir para la ciudadanía global. Sin embargo, al partir de las realidades en las que están inmersas las sociedades contemporáneas, podría señalarse estar ante un panorama de no retorno.

No solo por los efectos de la pandemia, sino además por un tema estructural que viene desde el siglo pasado -en el que se otorgó prelación a la explotación de recursos, al consumismo, extractivismo y la poca o nula planificación frente a rutas efectivas para reducir la inequidad global-, este último informe relativo al desarrollo humano es estremecedor. Por primera vez desde que se creó el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud), e incluso un par de años atrás con la finalización de la Guerra Fría, el indicador (índice, si se quiere) se muestra en claro retroceso.

La realidad es que para esta tercera década del siglo XXI se presenta una convergencia de factores que alejan de tajo cualquier posibilidad de buenos resultados en la medición (guerra en Ucrania, pandemia, crisis financieras, recesión e inflación galopante en muchos casos -hiperinflación y estanflación en otros). Es por ello que al revisar la línea de progreso planetario desde los orígenes del Pnud, los resultados del último año son nefastos. Todo lo avanzado, tanto con el trabajo hecho desde la agenda de los Objetivos del Milenio (2000-2015), como lo alcanzado con la diversidad de programas atados a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) hasta hoy se fue al traste.

Algún lector podrá considerar que no hay motivos para este nivel de pesimismo y alarma. Sin embargo, el reporte al que esta columna se refiere muestra claramente el retroceso y plantea la necesidad de entender en el futuro “un tiempo de incertidumbre, vidas inestables” y malos momentos. En tal consideración, atada a lo que ha sido la tradición en materia de programas, proyectos y resultados, América Latina se sitúa en posición más desventajosa aún.

Como precisa el informe, “los efectos de la pandemia de [la] covid-19 en las economías palidecen ante las perturbaciones que se prevé que provocarán las potentes nuevas tecnologías y los peligros y transformaciones que [éstas] representan”. Es decir, ahora no hay que inquietarse por haber experimentado una pandemia, pues al final de cuentas, no es lo más crítico.

En estos tiempos preocupa mucho más la manera en que la naturaleza cobrará el maltrato propiciado por el ser humano, el camino elegido para imponer su idea de progreso y bienestar, y el embrollo actual al evidenciar que la polarización política y socio-económica que alguna vez emergió como simples brotes esporádicos en las naciones del otrora “mundo en desarrollo”, ahora es un fenómeno global que presiona tanto a ricos como a pobres.

Particularmente, esos tres aspectos se han agudizado en América Latina, subcontinente en el que una profunda y enquistada deuda social se convirtió en tendencia desde mediados del siglo pasado. El retroceso de la región en el más reciente informe sobre desarrollo no dejó margen de error. Ya no es posible equivocarse más al gobernar. Definitivamente no hay mañana para tratar de recomponer la seguidilla de desatinos y fracasos que hicieron retroceder a la región y al mundo.

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