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Como sociedad, estamos hoy pagando muchos errores de nuestros antepasados; yerros que como nación y país debemos tratar de enmendar con las debidas proporciones de sentido común, inteligencia y humildad, antes de que sean fuerzas afines a la corrupción, la violencia y el narcotráfico las que de forma equívoca realicen cambios profundos soportados en una filosofía revolucionaria perversa y destructiva, que luego resulten irremediables en materia de pérdida de valores democráticos, cultura media y civismo en toda nuestra sociedad.
En mi humilde opinión, todos los problemas sociales parten de la formación básica y el proceso de educación de las personas, que se origina del ejemplo que los niños ven en el hogar, en la escuela y luego en el referente de aquellos pares o grupos con los cuales se relacionan durante su maduración y formación, algo que de la niñez pasa por la adolescencia y termina con las responsabilidades que debemos asumir como ciudadanos al convertirnos en adultos. A mi juicio, el error más grande de quienes tras casi un siglo de guerras civiles y debate desdeñable e improductivo, ignorando las realidades y las subculturas que integraron nuestra nación hace ya dos siglos, fue no haber optado por un modelo federal, en el cual la necesidad y conveniencia del espíritu asociativo o cooperativo nos hubiera unido en un sistema donde cada región aportaría las ventajas de su identidad a una federación que velaría por los intereses de toda la nación, en lugar de tener en medio de esta agreste dificultad geográfica tropical, el sistema operativo del poder centralista, acaparador, abusivo, clientelista y discriminante que tenemos.
Pero un cambio a un modelo Federativo como el que tienen muchas naciones que han logrado unidad de propósito en materia de desarrollo, resulta utópico en medio de la mezquindad de las élites del poder capitalino vendidas a la conveniencia, y la dificultad que puede representar tener el poder en las manos de fuerzas criminales que nos podrían lleven a una guerra civil. Dios no lo permita.
Históricamente, nuestra sociedad controlada por la cultura encomendera centralista, ha menospreciado y mal tratado socialmente a tres actores esenciales para el desarrollo y la sana convivencia nacional: Los maestros, que son quienes tienen la misión de educar nuestros hijos cuando no están en el hogar; los miembros de las fuerzas armadas, que son quienes custodian nuestras vidas, nuestras normas y nuestros haberes; y los jueces, que son quienes, con equidad, imparcialidad y rectitud, tienen la misión de solucionar en estricto derecho, nuestras disputas, conflictos y problemas.
Colombia no puede seguir entrando en la inercia de pregonar democracia y apertura en el debate, pero que cuando se expresan ideas diferentes, aunque no necesariamente encontradas con las del indefinible y mal denominado progresismo moderno, entonces sean rechazadas o satanizadas como polarizadoras e inadmisibles, sin sopesar su virtud en función del deber ser, el sentido común, la ética o la moral media que requiere toda sociedad para poder avanzar en el difícil sendero del desarrollo.
Vivimos en la era del conocimiento donde el internet y la conectividad representan el factor de equidad más grande que haya visto la historia de civilización alguna, vivimos en la era donde los dogmas han sido desplazados por el conocimiento de la naturaleza, y así como no podemos permitirnos que un solo niño sufra de por vida de pobreza intelectual a causa de desnutrición, violencia intrafamiliar o inseguridad física,
el maestro no puede enseñar valores si no está debidamente calificado y reconocido, y menos si su ideología está predeterminada.
La nación colombiana precisa de un sistema que forme mejor y dignifique a los educadores, para que sus pupilos puedan triunfar en la vida, un sistema que los califique para poder garantizar que el docente cumple su propósito formativo, cuando no se le rajan los alumnos.
No se le puede pedir al uniformado que defienda el deber ser, cuando quienes ostentan el poder premian a los delincuentes y a las organizaciones criminales, dándoles espacios primordiales dentro de la escala social del poder político y dirigencial.
De la misma forma, no podemos pedirle a la rama judicial que obre con justicia, cuando está politizado e ideologizado el sistema que rige su estructura. Para que una nación pueda tener un sistema económico y de relacionamiento social funcional, los jueces tienen que estar capacitada y socialmente reconocida para poder ser ciega, imparcial, ética, honrada e implacable.
Algo anda muy mal en la forma en que, por un lado, ignoramos a quienes se comportan debidamente y cumplen sus obligaciones cívicas, y por otro premiamos con reconocimiento mediático, político y social, a quienes obran por fuera del debido marco del interés general, fundamentados en ideas revolucionarias y no transformacionales como son el odio, la conveniencia individual o la envidia que es el camino más corto al resentimiento.
Debemos ya dejar atrás el modelo del “Estado Cantinero” en el cual con el producido del vicio se financia una educación de baja calidad, y no ir a extrapolarlo a toda otra suerte de actividades ilegales en manos de la clase política nacional.
Es el momento en que el país tiene que pensar a largo plazo y realmente darle el espacio de importancia y reconocimiento que se merecen dentro de las estructuras sociales e invertir en la formación profesional estricta, cualitativa y exigente de los maestros, los uniformados y los jueces, pues es en sus manos donde está jugado el futuro de toda la nación.