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Dentro de todas las intervenciones desafinadas que caracterizan al presidente colombiano en sus viajes internacionales, la de Berlín puede estar batiendo récords. Lamentar en plena capital alemana que la caída del muro de Berlín trajo consigo el “fin del movimiento obrero a escala mundial” no es propiamente un gesto fulgurante de diplomacia. Hablar de sogas en la casa del ahorcado usualmente no cae muy bien.
Sin embargo, los acólitos del régimen aplaudieron como focas la metida de pata, racionalizando la intervención como una manifestación adicional de la brillantez del caudillo.
La obsesión de nuestro presidente con la perestroika y con al ascenso posterior -y consecuente- del llamado “neoliberalismo” es de vieja data. Según un twitter de antaño, Petro define el movimiento que hizo presencia en el mundo durante los años noventa como “esa idea falseada de la realidad de pensar que solo el mercado lleva al bienestar, que todo debe ser mercancía y que lo público debe extinguirse”, lo cual, en su opinión, “ha conducido a toda la humanidad al desastre climático [y] a la mayor desigualdad desde hace un siglo”.
Esto, quisiera creer uno, es solo una manifestación de nostalgia socialista. Las becas en la Patricio Lumumba, las entonaciones corales de La Internacional y el sueño de haber sido feliz e indocumentado recorriendo los paraísos socialistas de la Cortina de Hierro no son ilusiones que se esfumen fácilmente en la redacción del Semanario Voz.
Pero es más que eso. La destrucción del “neoliberalismo” se ha convertido en una obsesión del actual gobierno, lo cual no resulta tan inocente como parece. Cuando la izquierda radical habla de “neoliberalismo” de lo que está hablando es de la economía de mercado y la libertad de empresa.
Y eso es lo que quieren acabar para sustituirlo nuevamente por un estatismo mal definido. Para quienes comulgaban con el socialismo real -y ahora venimos a saber que nuestro presidente es uno de ellos-, la caída de la Unión Soviética fue una tragedia, aunque para el resto de la humanidad, incluyendo los millones de seres que vivían bajo el yugo de esta ideología, fuese un alivio inmenso.
Lo que presentan como “proyectos sociales” y venden como audaces reformas progresistas son esfuerzos mal camuflados para regresar el reloj cincuenta años atrás. No hay nada de vanguardia en la reviviscencia del Instituto de Seguros Sociales, ni en la nacionalización de la salud o los servicios públicos. Hacer una reforma agraria como si estuviéramos en 1960 no es un salto adelante y cerrar la economía para impulsar la industria automotriz, por decir algo, es una majadería.
Quienes promueven algún tipo de avenencia con estas iniciativas estatistas sirven de idiotas útiles. Las mal llamadas “reformas” no son marginalmente mejorables, como insistirán algunos. Si queremos mantener nuestras libertades personales -que incluyen como fundamentales la de libertad de empresa y respeto a la propiedad privada- tenemos que oponernos con argumentos democráticos a esta amenaza. La mona, dicen con razón, aunque se vista de seda, mona se queda.