MI SELECCIÓN DE NOTICIAS
Noticias personalizadas, de acuerdo a sus temas de interés
El 20 de abril de 2020, en medio de los confinamientos propiciados por el covid, el precio del petróleo llegó a los -US$37,63 por barril. Es decir, perdió la totalidad de su valor y más. Esta semana, casi un año y medio después, el precio subió a US$80,50, un máximo no alcanzado desde hace siete años.
Los expertos explican estas brutales volatilidades con varios argumentos. El primero, la disrupción en las cadenas de suministro causado por las medidas para contener la pandemia; el segundo, la recuperación acelerada de las economías por los estímulos fiscales de los gobiernos y el tercero, una desinversión crónica en el sector de hidrocarburos debido a los bajos precios de los últimos años.
Sin embargo, el analista internacional Thomas Friedman, propone otra hipótesis. Para Friedman, el problema de los altos precios del crudo, el gas natural y el carbón, redunda en las sobre promesas de las energías alternativas, todas forzadas por el imperativo político de “hacer algo” para evitar el problema -real e inmediato, valga la aclaración- del calentamiento global.
En concreto se trata del desmonte de las capacidades asociadas a las energías tradicionales sin que estén aún maduras las energías alternativas, lo que ha generado un descalce entre lo que hay (petróleo, gas, energía nuclear, carbón) y lo que se necesita (nitrógeno, baterías, eólico, etc.). En Alemania, por ejemplo, se prohibieron las plantas nucleares tras el desastre de Fukushita, lo que privó al país de 30% de la capacidad de generación energética.
Este déficit, paradójicamente, ha sido suplido con gas natural ruso, un combustible más contaminante que el nuclear y con de toda clase de implicaciones geopolíticas. Algo parecido ocurrió en California, donde las periódicas fallas eléctricas son suplidas con 30.000 generadores de diésel, tal vez el más “sucio” de los combustibles disponibles. Dicho de otra forma: se quedaron sin el pan y sin el queso. Por buscar energías óptimas en su impacto ambiental acabaron dependiendo de energías mucho más contaminantes.
Colombia debe prestar atenta nota a esta situación. La matriz energética colombiana es de bajísimo impacto en materia de emisiones porque deriva su producción de fuentes hídricas. Es, de hecho, la sexta más “limpia” del mundo.
Esta realidad -más la necesidad imperativa de controlar la deforestación- debería ser suficiente para que el país cumpla con sus compromisos internacionales relacionados con la lucha contra el calentamiento global.
Desmontar prematuramente la industria de hidrocarburos para satisfacer los cantos de sirena de la opinión pública sería una soberana estupidez. Nuestro aporte a las emisiones planetarias es insignificante. En cambio, si le declaramos la guerra a los hidrocarburos destruiremos de tajo la principal fuente de financiación de nuestro incipiente estado de bienestar. La verdad es que actualmente no existe ninguna posibilidad de reemplazar, ni siquiera en el largo plazo, las divisas y los ingresos fiscales que el país recibe por este concepto.