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Los psicólogos le llaman “efecto de licencia moral”. Ocurre cuando “las personas que se comportan de una forma moralmente loable y luego se sienten justificadas para realizar una acción moralmente cuestionable”. O, dicho de otra manera: es cuando se pide un tinto endulzado con stevia después de comerse una bandeja paisa con chicharrón carnudo, doble huevo y plátano dulce.
Hacer algo simbólico que se percibe como bueno para compensar por una acción u omisión mayor, que se sabe que es mala, es un arraigado sesgo cognitivo de los humanos; nos permite comportarnos inmoralmente sin que se amenace nuestra auto estima de personas morales.
Como, por ejemplo, prohibir los pitillos de plástico mientras se deforestan cientos de miles de hectáreas en la Amazonía. Esto hace que los comensales de los restaurantes de la zona G de Bogotá se sientan bien por conservar el medio ambiente ante la indiferencia de la tala y quema en las selvas y parques colombianos. O, las protestas de los opinadores citadinos ante la necesidad de descastar a los hipopótamos furtivos de Escobar (“¿Por qué no los esterilizan o los mandan al África?”, dicen, como se si tratara de capar un perrito faldero o de transportar un gatito en la cabina de primera clase), mientras se pone en peligro la vida de miles de campesinos en las cuencas del Magdalena. O, la oposición cerrera a la construcción de un hotel de lujo en un parque nacional, cuando se ocupan ilegalmente cientos de miles de hectáreas de zonas protegidas en cultivos de papa y en ganadería.
Este fenómeno, como ven, es profuso en el discurso político colombiano y no solamente en temas ambientales. ¿Por qué creen que los anillos de diamante, los yates y los aviones privados tiene un IVA mas alto? No porque se recaude más. En Colombia, donde los aviones privados y los yates se cuentan con los dedos de las manos, el impuesto diferencial sirve para justificar psicológicamente los billones de pesos en gabelas tributarias a los grupos de interés.
Establecer baños sin género no protege a los transexuales, cerrar tres consulados y fusionar cuatro ministerios no reduce el gasto público, llenar a la ciudad de ciclovías no acaba con los trancones, fijar cuotas para cada sección y subsección de la población no crea más igualdad, hacer imprescriptibles los delitos no protege a los niños de los depredadores sexuales. Como el aumento de las penas para el secuestro, que no acabó el secuestro; ni los poderes exorbitantes otorgados a los entes de control, que no han acabado con la corrupción; ni la compra de computadores, que no ha hecho más eficiente la administración de justicia.
Los políticos se han vuelto expertos en explotar este sesgo cognitivo, claro para ellos, pero oculto para muchos de los electores. Basta con mirar el listado de proyectos de ley en el congreso (ponerles multas a los infieles, unificar la forma como se canta el himno nacional, prohibir los nombres feos, son algunos) o las propuestas de alcaldes, concejales y diputados. Quienes defienden muchas de estas iniciativas dirán que se trata de un primer paso en la dirección correcta -de un mundo sin pitillos de plástico pasaremos a un mundo sin combustibles fósiles- pero no es así. El licenciamiento moral, al desviar la atención del problema, permite que los placebos simples sustituyan las decisiones difíciles y complejas. Por desagradable que sea, alguien, en algún momento, tendrá que ir con un rifle y descastar a los hipopótamos furtivos.