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Hace algunos años un ilustre magistrado de la Corte Suprema de Justicia le anunció al país que el siglo XXI sería el siglo de los jueces; un mundo donde el juez no solamente interpreta la ley, sino que la hace y la ejecuta. En otras palabras, se realizaría la utopía platónica de una república gobernada por filósofos-reyes con mentes tan desarrolladas que serían los únicos con capacidad para entender las ideas.
El problema de esta particular visión del futuro no es que sea autoritaria, como lo dijo famosamente Karl Popper, sino que muchos la comparten. En las universidades, en los centros de pensamiento y en las altas cortes colombianas es usual encontrarse con personas que genuinamente consideran que el activismo judicial profundiza la democracia y fortalece el estado de derecho.
Esto no es así y para la muestra un botón: Bogotá, Parque del Japón, carrera 11 con 87, tal vez el lugar más exclusivo de la ciudad. La Alcaldía, dentro de su programa de renovación de parques, decidió construir una cancha sintética y unos juegos infantiles. Para esto era necesario cortar seis árboles. Los funcionarios socializaron la propuesta con los vecinos y, como era de esperarse, hubo disgustos. Se cambiaron los diseños, pero las molestias persistieron.
La Alcaldía también persistió y los vecinos convocaron un plantón al cual se sumaron varias ONG ambientales y un exalcalde, quien dijo que el proyecto buscaba matar unos árboles para tender una “manta de plástico” que era parte de la “política de la muerte”. Es decir, el tema se politizó y acabaron en la misma cama y en contra de Peñalosa, los propietarios del metro cuadrado más caro del país, un parche de seudo-ambientalistas y Gustavo Petro.
Sin embargo, uno podría decir que hasta aquí todo era normal, politics as usual: cada uno de los actores estaba desarrollando su potestad de acción dentro los marcos democráticos y que esto se resolvería a través de los canales de diálogo y consenso democráticos. Pero no.
Respondiendo a una acción popular, el arma más letal del arsenal jurídico criollo, un filósofo rey de esos que habitan un juzgado de la capital ordenó suspender la tala de los “individuos arbóreos” (así los llamó) y ¡zas! el rayo paralizador entró en acción y congeló hasta el fin de los tiempos el contrato de obra pública No.3837 de 2018. Valga decir que para el momento de la medida cautelar los “individuos arbóreos” habían dejado de existir y estaban iniciando su nueva vida en forma de sillas, mesas y armarios.
Lo que queda ahora son $3.200 millones botados a la basura, una obra a medias, un pleito contractual infinito, unos niños sin columpios ni rodaderos y unos obreros sin donde echarse un picadito a la hora del almuerzo.
Esto es lo que pasa cuando gobiernan los jueces. El activismo judicial no garantiza el estado social de derecho, sino que lo que derruye al sustituir los mecanismos transaccionales de la democracia liberal. Si el siglo XXI es el siglo de los jueces, que Dios nos coja confesados.