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A sus tiernos 82 años el excanciller Álvaro Leyva no deja de sorprender. Hace unos días, como si fuera el Arcángel Gabriel, nos anunció en su cuenta de X unas buenas nuevas: había descubierto en el Acuerdo Final una clave escondida para traer el advenimiento de la nueva era.
Transustanciando las palabras de uno de los párrafos introductorios del documento se podría, según Leyva, convertir el acuerdo con las Farc en una obligación internacional para convocar una asamblea constituyente que permitiera implementar ipso facto la paz en Colombia.
Para nada parecía importar el hecho de que la voluntad de las partes nunca hubiera contemplado la posibilidad. Tanto los negociadores del gobierno como los representantes supremos de la guerrilla descartaron explícitamente la convocatoria de una asamblea de esa naturaleza porque hubiera echado al traste cualquier negociación.
Esto se lo recordó el expresidente Santos al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas después de que excanciller publicitó el despropósito: la convocatoria de una asamblea constituyente es contraria al “objeto, alcance y finalidad [e] incompatible con el principio de buena fe” contenido en el Acuerdo Final.
Sin embargo, Leyva insistirá con su fórmula mágica, aunque no tenga ningún asidero jurídico (Grotius debe estar revolcándose en la tumba) porque le conviene.
Desde hace décadas el excanciller ha actuado como asesor espiritual de cuanta banda criminal delinque en Colombia. Cuando se está inmerso en ese marasmo moral la institucionalidad vigente, que tiene una pretensión de decencia y justicia, no le sirve. Asumir, como lo hace, que en este país todos somos a la vez víctimas y victimarios es la manera de hundirnos en la cloaca de su creación.
¿Qué mejor entonces que destruir la Constitución del 91? Para este pirómano senil el incendio del pacto ciudadano más importante de nuestra historia sería una magnum opus. De las cenizas resurgirá el paraíso socialista o el estado delincuente de sus sueños, quien sabe, pero para entonces no importará: la notificación del suceso será en la tumba.
El petrismo, que comparte muchas de las aspiraciones del octagenario, está montado de lleno en la idea. Las negaciones del presidente a la convocatoria de una asamblea constituyente que contenga la prolongación del mandato no convencen. El llamamiento al “constituyente primario” para gobernar en su nombre es una manera descarada de pasarse por la faja el sistema de pesos y contrapesos de la democracia representativa. Nada bueno resulta cuando los gobernantes asumen la encarnación del pueblo irredento, al mejor estilo de Chávez o Perón.
Al viejito gagá hay que tomarlo en serio no tanto por lo que dice -que suele ser incongruente en el mejor de los casos y mentiroso en el peor- sino por lo que es capaz de hacer. Vendrán probablemente decretos de conmoción interior, convocatorias constitucionales espurias y toda clase de fantocherías cuasi legales para justificar el manotazo. Quienes habitan en la amoralidad no están atados por ningún límite. Por eso son capaces de todo.