MI SELECCIÓN DE NOTICIAS
Noticias personalizadas, de acuerdo a sus temas de interés
Unos 153 pesos pesados del mundo intelectual firmaron hace unos días una carta publicada en la revista Harper’s alertando sobre la amenaza que representaba a la libertad de pensamiento y expresión los extremos de la corrección política, que en años recientes se han manifestado a través de lo que se ha venido a llamar la “cultura de la cancelación”.
Esta se trata de un castigo implacable e inmediato a quienes osen desviarse de la línea oficial del pensamiento políticamente correcto, ya sea con el despido del cargo, el escarnio público en los medios de comunicación, la suspensión de libros y artículos y el ostracismo generalizado del mundo académico e intelectual.
Dentro de los firmantes estaban figuras de primer orden, que uno pensaría que están blindados en contra de la tiranía de lo correcto. Personajes como Steven Pinker, Margaret Atwood, Salman Rushdie, Francis Fukuyama, Gloria Steinem y Noam Chomsky, quienes, sin embargo, o han sido víctimas de los comisarios de la verdad rebelada, temen serlo o conocen a muchos que han caido en sus fauces.
La carta, como era de esperarse, fue un festín para los extremos. La derecha la celebró como un ejemplo de antropofagia en la izquierda: esta última, de tanto exigir que el discurso público se conformara a los moldes estéticos de lo correcto acabó convirtiéndose en una Stasi de sí misma, dispuesta a castigar el más mínimo desvío del pensamiento imperante.
La izquierda, por su parte, celebró por lo opuesto: quedaba claro que el ataque a la “cultura de la cancelación”, era “el último recurso de la élite para acallar la voz de los plebeyos”. Así, por lo menos, lo puso la militante petrista Luciana Cadahia, reaccionando desde los cómodos salones de alguna universidad gringa porque alguien tuvo la insolencia de proponer que el libre intercambio de ideas e información era vital para la democracia: “nos quieren despojar de la voz pública porque tienen miedo a la fuerza material y autónoma de nuestras ideas”, dijo.
Lo cierto es que la sociedad abierta, por la cual abogan los firmantes de la carta, es la sociedad que valora la expresión “robusta y hasta cáustica”, venga de donde venga, y eso no les gusta a los extremos, ni en la derecha ni en la izquierda. Las restauraciones o las revoluciones por las que claman siempre acaban en tragedia: los jacobinos, tuvieron su Terror; los bolcheviques, los Gulag; los Nazis, los campos de concentración; Mao, la hambruna; Castro, los fusilamientos; Pinochet, las desapariciones.
La cultura de la cancelación, que defienden personas como la señora Cadahia, se ha vuelto en el arma de preferencia en esta segunda versión de la revolución cultural. A diferencia de la primera, donde no tener callos en las manos bastaba para recibir un tiro en la cabeza, ahora la cita de un artículo con una fuente incorrecta o la circulación de un ensayo crítico es suficiente para sufrir el equivalente a la pena de muerte profesional, algo que Pol Pot, en su más aventurada fantasía jamás hubiera soñado.