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Tal vez el único que no parece aceptar el resultado del proceso constituyente de Chile es el presidente de Colombia. Así lo hizo saber a través de un tuit que invocaba la resurrección de Pinochet, algo que seguramente no le cayó muy en gracia ni a su amigo el presidente Boric -quien salió rápidamente a reconocer la voluntad popular- ni a 62,88% de los chilenos que se manifestó masivamente en contra del texto propuesto.
Lapsus diplomático aparte (ya nos iremos acostumbrando), el tuit de Petro refleja muchas de las dolencias de este gobierno. La primera, por supuesto, es la inmensa improvisación. Sin conocer las circunstancias de tiempo, modo y lugar en las cuales el Presidente decidió hacer pública su opinión sobre lo ocurrido en Chile, quizás sentado en los aposentos presidenciales rodeado de yes-men o, peor aún, íngrimamente solo, lo cierto es que el tuitazo no fue muy elaborado. Salió de las entrañas no de la cabeza, como muchas de las iniciativas gubernamentales que se anuncian por estos días a mil por hora, sin que nadie repare en las consecuencias de lo que se está proponiendo.
Lo segundo tiene que ver con la tristeza genuina que debe embargar a nuestro jefe de Estado por los resultados plebiscitarios. El esperpento woke de casi 400 artículos que se rechazó consagraba un listado de más de 100 tipos de derechos -el mayor del mundo-, y casi ninguna obligación. Era la más recóndita fantasía política de un prototípico estudiante latinoamericano de sociología hecha realidad: “estado plurinacional”, paridad de “diversidades y disidencias de sexo genéricas”, sustitución del sufragio universal por representación corporativista a “pueblos y naciones indígenas”, sistema único de salud estatal, etc., etc. Solo faltó sustituir el género femenino por “persona menstruante” para completar el canon progresista.
En tercer lugar, se encuentra la persistente tendencia gubernamental de apegarse a dogmas y teorías marginales cuyo valor parece estar inversamente relacionado con su aplicabilidad. Entre más oscuros, más atractivos. Basta con verificar la perplejidad tolamarujesca de las ministras de medio ambiente y minas en reciente rueda de prensa cuando se cuestionó la exigencia de una ellas para que los países desarrollados dejaran de crecer, como si la idea de abocar el empobrecimiento masivo de media humanidad fuera algo para aplaudir. El presidente, por su parte, en vez de recular dobló la apuesta, enviando un tuit con la portada de un libro sobre decrecimiento económico editado por académicos europeos de segunda, asumiendo olímpicamente que una foto es suficiente para saldar el complejo debate.
La lección de la debacle constitucional chilena es que la arrogancia es mala consejera.
La izquierda radical, arropada en un mandato coyuntural, creyó que tenía carta blanca para imponer su particular visión del mundo sobre una población que quería ajustes, pero no desbarajustes, como dijo Uribe.
Si en Colombia este gobierno que empieza no se pone en serio a escuchar a todos los sectores de la sociedad tendrá también una calamidad política en sus manos.