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Es bien conocida la frase de Bolívar, quien decía que Caracas era un cuartel, Quito un convento y Bogotá una universidad. En efecto, Colombia es un país de abogados y siempre lo ha sido, desde su independencia, pasando por las batallas constitucionales del siglo XIX, hasta llegar a la democracia de orangutanes de sacoleva en estos tiempos. Por eso resulta interesante el recientemente publicado estudio de Mauricio García Villegas y de María Adelaida Ceballos, titulado “Abogados sin reglas”, donde hacen una disección de la profesión legal en Colombia, la cual ha sido muy poco estudiada a pesar de su omnipresencia en la vida nacional.
Lo primero -y esto no es una sorpresa- es su mediocridad. Tenemos, dice García, “una profesión con pocas reglas, mercantilizada, sesgada por las clases sociales y con controles estatales muy precarios”. Y concluye: “70% de las facultades de derecho son de mala calidad”, cifra que debe preocupar porque según las estadísticas en 2015 se graduaron 14.000 abogados y tan solo “3.947 ingenieros civiles, 2.354 economistas, 525 zootecnistas y 504 sociólogos”.
Una de las razones de esta persistente mediocridad es la ausencia casi absoluta de controles -estatales y colegiados- a la profesión. Empezando por las facultades de derecho, que se resisten a la imposición de los más elementales parámetros de evaluación, donde las de mejor calidad le temen a que se nivele por lo bajo y, 70% restante, que son las de garaje, les aterra que una autoridad ponga el foco sobre su falta de idoneidad.
Esto explica la guerra que Acofade, la asociación colombiana de facultades de derecho, le ha hecho al examen habilitante para el ejercicio del derecho aprobado hace poco por la Ley 1905. La furia de asociación en contra de este tímido esfuerzo de profesionalización es tal que demandó la norma por considerarla violatoria del derecho a la igualdad, como si la mediocridad fuera un derecho constitucional, ante lo cual la Corte, con toda razón, le respondió con una cachetada, ratificando la iniciativa.
El almendrón del problema, sin embargo, se encuentra en el moribundo Consejo Superior de la Judicatura. Digo moribundo porque todas las reformas a la justicia lo ponen en la mira y le disparan con todas las baterías, pero ninguna da en el blanco. Como una hidra de siete cabezas resucita fortificado mientras que se defenestran los ministros que se atrevieron a desafiarlo. Tanto así, que su sala disciplinaria, aquella que debe garantizar el buen comportamiento de los abogados y los jueces, es la única institución colombiana zombie: muerta constitucionalmente, pero viva en la realidad.
En todo caso, bienvenido el estudio de García Villegas y Ceballos. Aunque no se esté de acuerdo con algunas conclusiones, por ejemplo, en la práctica comparada la profesión es mucho más flexible de lo que reconocen los autores y la puerta rotatoria entre el sector público y privado es bastante común en muchos países, este tipo de análisis van en la dirección correcta.