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Cuando el M-19 se desmovilizó en 1990 no hubo Comisión de la Verdad, ni JEP, ni Justicia y Paz. Ni siquiera un macroproceso judicial que le permitiera a las víctimas de la organización delincuencial conocer los crímenes cometidos durante los 16 años, un mes y 20 días que transcurrieron desde su fundación. Solamente entregaron las armas y recibieron una generosa amnistía que los llevó prontamente a los cargos oficiales.
Cuando uno de estos 900 desmovilizados asumió la Presidencia de la República tres décadas después, el esfuerzo por reescribir la historia de la banda no se hizo esperar. “Apóstol de la paz”, le han llamado a su fundador, un samario simpaticón y violento que no tuvo empacho en ordenar el asesinato de un líder sindical afro, José Raquel Mercado, después de someter la decisión a un grotesco reality donde invitaban a los ciudadanos a votar o no por la ejecución.
El terrorismo urbano emulado de los Tupamaros y los Montoneros, así como de las bandas terroristas europeas como las Brigadas Rojas o ETA, fue traído a Colombia por el M-19. La estética del secuestro de Aldo Moro y de Mercado es prácticamente la misma: banderas, pliegos de condiciones, consignas, -en este caso la espada de Bolívar, simbología copiada de los Tupamaros quienes se habían robado la bandera de los “33 Orientales” poco antes- y, por supuesto, las siniestras “cárceles de pueblo”, que no eran más que unas cámaras de tortura donde guardaban a los secuestrados durante meses y hasta años.
Porque esa fue otra de las grandes innovaciones del terror importado por la organización: la industrialización del secuestro. Bateman se jactaba en una entrevista a finales de los 70 de la apertura de dos “cárceles del pueblo” en Bogotá con el plan de doblar su presencia en el futuro, como si se tratara de franquicias de McDonald’s.
Se estima que el M-19 fue responsable de más 557 secuestros, incluyendo el de Marta Nieves Ochoa, que a su vez dio pie a la creación del MAS, el primer grupo paramilitar en Colombia.
Militarmente la organización fue mucho más activa de lo que la gente recuerda, aunque los ciudadanos de Florencia, Yumbo y Cali no lo olvidan. Carlos Pizarro, el “comandante papito”, era su Mono Jojoy. Durante años fue socio del FRF, un grupo comandado por su psicótico hermano, Hernando Pizarro, que acabó en una purga polpotiana donde asesinaron a sangre fría a 162 de sus propios milicianos acusándolos de ser infiltrados de la CIA.
Se puede seguir con el prontuario. La relación confesa y abierta de Iván Marino Ospina con los narcos, la toma del Palacio de Justicia y la quema de los expedientes, la nunca aclarada tortura y muerte de Gloria Lara, el asesinato de los niños Álvarez.
Esta verdad debe ser contada para que la máquina de propaganda oficial no logre reescribir la historia. La bandera del M-19 ondeada en algún acto gubernamental debe evocar, no alguna gesta fantasiosa, sino su verdadero significado: el símbolo de una organización que sembró desolación y terror en una población indefensa.