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Es un testimonio de la profundidad de la globalización que las protestas por el asesinato en manos de la policía de un afroamericano en la ciudad de Minneapolis se hayan regado por todo el planeta. Por ejemplo, hasta en lugares como Malmö, Suecia, -donde el 85,2% de la población es nativa y las minorías más significativas son danesas, finlandesas y alemanas- miles salieron a protestar contra el racismo.
Ha quedado claro que no hay que estar en Alabama o en Mississippi para indignarse por la muerte de George Floyd y que millones de personas en todo el mundo son sensibles a la discriminación racial y se repugnan, justificadamente, por un acto brutal de violencia policial.
Sin embargo, como algunos comentaristas en redes sociales lo han anotado, no deja de ser un tanto irónico que los que se enfurecen aquí en Bogotá por los sucesos de Minneapolis, no se percaten de que en Colombia la situación de muchos de nuestros compatriotas de origen africano no es mucho mejor.
Por supuesto, no falta quien niegue la circunstancia: “aquí no hay racismo como en Estados Unidos”, dirán, y justificarán su posición alegando que fueron criados por niñeras “negras”, o porque bailan salsa muy bien, “como negros”, o porque les gusta la cazuela de mariscos del Pacífico o porque admiran al Tino Asprilla. Pero eso es equivocarse.
Es verdad que aquí no hemos tenido un apartheid, donde los ciudadanos de color estaban obligados a beber de fuentes de agua segregadas o a usar transporte público reservado para los de su raza y que la apropiación cultural de un país mestizo hace difícil marcar líneas profundas entre grupos étnicos y demográficos.
Pero en Colombia racismo sí hay, y mucho, aunque se camufla en el persistente y odioso clasismo de una parte de la sociedad colombiana. ¿Cuántos líderes empresariales, ministros de estado, generales, académicos, magistrados y artistas plásticos son o han sido afrocolombianos? La respuesta, para no entrar a discutir las excepciones que confirman la regla, es simple: no los suficientes.
La maldad del racismo es que le atribuye a rasgos superficiales del fenotipo, como el color de piel, la capacidad de determinar los elementos de la personalidad; lo cual resulta estúpido y contraevidente, considerando que los miembros de la especie homo sapiens tenemos un ADN casi idéntico.
El racismo, como todas ideologías reduccionistas, resulta útil para evadir la discusión sobre los problemas de fondo. Los liberales decimonónicos que abolieron la esclavitud pretendían ingenuamente que aquellos esclavos, traumatizados por siglos de cautiverio y maltrato, se convirtieran de un día para otro en ciudadanos manchesterianos. Hoy, 168 años después de la manumisión, es claro que las brechas siguen siendo enormes y que no basta con hacer protestas cosméticas frente a embajadas extranjeras -o implementar dudosos programas de acción afirmativa- para pagar la deuda social que tiene Colombia con sus ciudadanos de origen africano.