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Había una vez un mundo donde las relaciones internacionales se fundamentaban en las normas y la soberanía de las naciones. Donde había unos organismos en los cuales hacían presencia los Estados para decidir los asuntos globales, cada uno con un voto, sin importar su tamaño o fuerza. Todo sustentando en una carta de derechos, los derechos esenciales de la humanidad, que todos compartíamos sin distinción alguna solo por ser miembros de la especie.
En ese mundo había acuerdos para fijar las reglas que se aplicarían mutuamente. Por ejemplo, para determinar las fronteras o incentivar el comercio. Hasta se crearon cortes donde los países pudieran acudir para que juzgaran las disputas fronterizas o comerciales y una instancia especial que castigaría los crímenes en contra todos los humanos.
De este sueño de la posguerra, el llamado “orden internacional basado en reglas”, va quedando poco. Su creador, los Estados Unidos, lo repudió. El sistema, como el coyote de las caricaturas, corre sobre el abismo después de haber despejado el peñasco. Solo le falta darse cuenta de que no tiene tierra firme bajo sus pies para desplomarse aparatosamente sobre el vacío.
Será una tragedia. Un mundo donde los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben, como señalaba Tucídides hace 2.500 años, no es un buen lugar para vivir.
Los gringos crearon el sistema internacional de la posguerra a su imagen y semejanza. Las Naciones Unidas, el FMI, el Banco Mundial, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la OMC, la Otan, la OEA, la Ocde e infinidad de organizaciones e instrumentos adicionales se crearon para impulsar los valores e intereses de Occidente.
La tesis consistía en la convicción de la que democracia liberal y la economía de mercado llevarían al avance humano. Las democracias no peleaban entre ellas, lo que aseguraba la paz, y el capitalismo regulado era garantía de libertad y progreso. En muy buena medida la receta funcionó. El colapso de la Cortina de Hierro y el abandono por la China de la ortodoxia marxista lo prueban. Aunque no parezca, las últimas tres décadas han sido las más prosperas de la humanidad.
¿Por qué entonces hace agua el sistema internacional basado en reglas? La razón, en parte, es que el sistema es víctima de su propio éxito. El capitalismo global creó nuevas potencias, como la China, y los elementos más chovinistas en los Estados Unidos concluyeron que su ascenso constituía una amenaza existencial para sus intereses. Optaron entonces por el unilateralismo para contener a sus competidores, asumiendo que su poder militar y económico sería suficiente para asegurar la supremacía.
Como diría Steven Pinker, las normas se mantienen por consentimiento común, es decir, existen en la medida en que todos crean que todos los otros creen que existen. Cuando la ilusión se rompe no hay manera de restaurarla. La destrucción del sistema internacional le traerá unos beneficios efímeros a Estados Unidos, pero después, como dicen, que Dios nos coja confesados.