Analistas 09/04/2025

Superintendencias

La primera Superintendencia la creó un profesor de Princeton llamado Edwin Kemmerer, quien llegó a Colombia en 1923 para reformar las instituciones financieras del país. Además del banco central -que en Colombia recibió el nombre de Banco de la República porque los de Banco de Colombia y Banco del Estado ya estaban ocupados y Banco Nacional traía malos recuerdos de la Regeneración- se creó la Superintendencia Bancaria que tenía como función vigilar la actividad bancaria.

La institución funcionó muy bien desde el principio y en el segundo viaje de Kemmerer en 1930 su recomendación fue crear otra superintendencia, la de sociedades anónimas, con el fin de supervisar a los emisores de valores.

Esto inauguró un patrón muy colombiano de ir creando superintendencias conforme las necesidades administrativas lo iban imponiendo: la Supernotariado en 1959 para supervisar el registro de inmuebles alterado durante La Violencia, la SIC en 1968 en pleno auge del keynesianismo y, cuando en los 90 se amplió la participación privada en sectores antes restringidos de la economía, otras seis entidades, como las superintendencias de salud, transporte y servicios públicos.

En las primeras décadas de este siglo las funciones de las superintendencias recibieron una dosis de esteroides. Se les otorgaron funciones jurisdiccionales, capacidades exorbitantes de intervención, fondos cuasi-parafiscales y facultades punitivas excesivas. Todo con la idea de que el Estado debía controlar los excesos de unos privados libertinos.

Muchas veces la medicina acabó siendo peor que la enfermedad. Algunas superintendencias se convirtieron en fortines burocráticos, otras en focos de corrupción. Las facultades de intervención, copiadas de las que existían para los bancos, se abusaron continuamente en superintendencias como la de salud o servicios públicos, capturadas por los políticos.

Los límites del modelo se han hecho evidentes en este gobierno. Al ser agentes directos del Presidente de la República, los superintendentes cuentan con amplia discrecionalidad. Esto resulta funcional cuando los mandatarios son respetuosos de la institucionalidad, como ha sido el caso durante las últimas décadas. Pero ahora, con un gobierno prevaricador empeñado en imponer su revolución por la vía del acto administrativo, las superintendencias (con notables excepciones en la Supersociedades y Superfinanciera) se han convertido en moneda de cambio o, lo que es peor, en herramientas de retaliación.

El próximo Gobierno debería empezar su reingeniería del Estado liquidando por lo menos siete de las 10 superintendencias que existen. Basta dejar solo las dos iniciales y la SIC, con las funciones de autoridad de competencia acotadas. Las demás funciones de vigilancia que ejercen otras superintendencias se pueden trasladar a sus respectivos ministerios. En las que queden se deben evaluar todas las funciones jurisdiccionales y, si se mantienen, darles control judicial.

Nunca se debe desaprovechar una buena crisis, dicen. Ojalá que esta nos sirva para repensar lo que funcionaba bien y lo que no.