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El edificio tiene un nombre campanudo: es un “Centro de Felicidad”, en este caso de la localidad de Chapinero. Como él, hay otros cuatro en Bogotá. Son centros públicos de propiedad distrital donde la comunidad tiene la oportunidad de realizar diferentes actividades de formación, esparcimiento, salud y cultura.
En este -y supongo que los otros serán parecidos- hay una amplia piscina, librería, teatro, salas para conciertos, aulas, gimnasio, salones infantiles y espacios para danza, música y exposiciones.
El arquitecto Manuel Rogelis Terán, cuya propuesta fue seleccionada en un concurso realizado en 2019, lo describe como “el lugar más inclusivo en el barrio más exclusivo de la ciudad”. La página de la Alcaldía nos informa que el “lugar marcará un paradigma en Bogotá del espacio público, en el que la arquitectura se pone al servicio de la comunidad, democratizando las alturas y ofreciendo a la ciudadanía una experiencia innovadora”.
Se hubieran podido ahorrar losclichés propios de la literatura oficial de estos tiempos para decir, simplemente, que el espacio es un verdadero espectáculo de arquitectura pública. Pero también de espacio público, de bienes públicos, de actividades públicas y de integración pública. En otras palabras, es un excelente ejemplo de “lo público”.
A diferencia de lo que el petrismo entiende por “lo público” que es la estatización de la sociedad. Quienes nos gobiernan nunca dejaron de lado las convicciones marxistas sobre la explotación capitalista y cosas por el estilo. Solo que las han disfrazado de social-bacanería con un barniz ambientalista. Sin embargo, al igual que las sandías, siguen siendo rojos por dentro y verdes por fuera.
Cuando Petro habla de “lo público” no se refiere a hitos urbanos de inclusión, como el Cefe de Chapinero. Se está refiriendo a la propiedad pública de los medios de producción. Como lo ha dicho en discursos recientes, para él la actividad privada es esencialmente violenta porque le extrae la plusvalía al trabajador pero, además, está matando al planeta.
La solución para acabar con la desigualdad y evitar la calamidad ambiental es que el Estado asuma las actividades que el neoliberalismo capitalista le ha arrebatado a “los pueblos”, que son casi todas. Los servicios públicos, la infraestructura, las telecomunicaciones, la banca, la producción de alimentos, el transporte y, básicamente, cualquier industria o servicio que requiera algo más que una MiPyme para su suministro o prestación.
Esta visión no la han podido implementar por su improvisación y desorden. Pero está ahí. La experiencia del chavismo deja claro que estos delirios utópicos acaban en tragedias sociales. No obstante, la forma de combatirlas no es caer en otros delirios libertarios igualmente perniciosos. Es reconocer la inmensa capacidad del mercado para generar bienestar sin ingenuamente pretender que este no incurre en fallas, injusticias o excesos.
Siempre habrá un lugar para “lo público”. El Estado juega un rol fundamental en la sociedad, lo que pasa es que no es -ni debe ser- el que Petro y su cohorte se imaginan.