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Cuando despertamos los hipopótamos de Escobar seguían allí. Ochenta según Jonathan Shurin, profesor de ciencias biológicas de la Universidad de California y podrían llegar a ser mas de 5.000 en 30 años, lo que sería una catástrofe ambiental de grandes proporciones.
Esta, como muchas otras, será causada por el hombre y hubiera sido perfectamente evitable. No por culpa de Pablo Escobar (el contrabando de especies fue tal vez el crimen más benévolo de los que cometió), por culpa -y hay que decirlo, porque se advirtió en su momento- de la furia mediática que sobrevino después de que, en 2010, Cornare, la autoridad ambiental, hiciera un esfuerzo por contener esta plaga con las medidas técnicas y legales que correspondían, contratando a un par de cazadores profesionales para que eliminaran a los hipopótamos ferales antes de que fuera demasiado tarde.
Pero los medios no lo permitieron. En un tierno acto de antropomorfismo digno de una película de Disney bautizaron al animal con el nombre de Pepe El Hipopótamo y todo el país lloró su muerte. Los más importantes columnistas se pronunciaron sobre el vil asesinato y le otorgaron a la bestia hasta título honorario: “Hippopotamis amphibius colombianensis”, rogándole a los lectores que aprendieran las lecciones de episodio.
Este, pontificaban, debía “marcar una nueva etapa en la lucha de los colombianos por la protección de la naturaleza [… ] en un despertar ambiental, en una nueva conciencia ecológica más dinámica y militante”.
Pero, así como la ignorancia es atrevida, la realidad es tozuda y obstinada. Los expertos ambientalistas tenían razón: la única manera de contenerlos era con un descaste de control. Pepe y sus descendientes son una especie invasora de gran impacto que pone en peligro a 2.500 especies nativas que viven en la cuenca del río Magdalena, para no mencionar a los miles de seres humanos que pueden ser atacados por un animal, que es el más letal de los grandes mamíferos africanos.
No es posible esterilizar a un hipopótamo y mucho menos a cincuenta sin un costo prohibitivo; no se pueden trasladar a ningún lado y menos a Gabón como propone un pedante abogado que pretende otorgarle derechos fundamentales a las ovejas y a las vacas y tampoco se pueden meter en un corral y castrarlos como si fueran becerros.
En 2010 el Estado colombiano procedió como debía, autorizando la caza de una especie feral que tiene un hábitat ideal y no tiene depredadores naturales. Es lamentable que la política ambiental colombiana, que debería estar fundada en bases técnicas, haya sido capturada o amedrentada por el animalismo urbano -que tiene cero de científico y todo de político- y que los medios de comunicación, en su afán por rating y lectores, se dedicaran a complacer a la galería.
Ojalá que, como pedían los columnistas en su momento, el episodio de Pepe traiga un despertar ambiental en el país: uno en donde las generaciones futuras no tengan que vivir con las consecuencias de los caprichos egoístas de los animalistas extremos.