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La primera riqueza de un ser humano es su propia vida, su integridad personal y su salud. El valor de la vida, no se puede tasar en ninguna moneda, porque no hay ni habrá ninguna moneda capaz de reflejar su valor. La vida es un tesoro ético y físico inviolable. El derecho a vivir es sagrado; pero esto, que suena tan evidente, es ignorado en la práctica cotidiana.
El derecho a vivir lo han degradado, lo han vilipendiado como si fuese una mercancía. La vida no vale nada cuando las culturas son inoculadas por el opio de la sacralización del dinero, de lo material, por encima del respeto a la integridad de las personas. Quienes toman como propias a las instituciones, al estado, a lo público; terminan aceptando que la vida sea una mercancía más. El valor de la vida en Colombia se volvió transable; caímos al laberinto maldito donde la vida tiene un vil precio. Estamos bajo el dominio de un perverso motor que adelgaza más y más el respeto por la vida; desde la esclavitud antigua, en la que un esclavo era una cosa que se movía, hasta las soberbias esclavitudes modernas en las que una persona parece una mercancía en serie y empacada al vacío.
En Colombia se mata como si nada. La guerrilla y los paramilitares matan por diferencias de ideología o de bienes materiales o porque alguien los critique. El narcotráfico manda a matar como si fuera una cultura criminal permitida; por pocos pesos, hay mucha gente que hace la tarea asesina. Otros matan gente por robarle un celular o un carro o una pequeña suma de dinero. Muchos asesinan o mandan asesinar solo por sacar a alguien de su camino. Matar a otro se volvió una cruel opción de vida. En fin, esa cultura de no respetar la vida y la integridad personal, es un símbolo de una democracia de papel, sin derechos humanos; es una cultura violenta que se esparce por la cotidianidad de la sociedad como si fuese legal; y muestra una nación débil e inestable donde todo se vale.
La amenaza latente contra la vida y la integridad personal afecta la vida en las ciudades en las cuales da miedo salir a vivir el espacio público; da terror cruzar las murallas invisibles decretadas por los bandidos porque se arriesga la vida; y da más tristeza ver cómo los ilegales se mueven con libertad. La gente sale a las calles sin pertenencias porque no solo se las roban, sino que las pueden asesinar de acuerdo a cómo reaccionen. Las autoridades se ven incapaces de controlar la delincuencia y piden a los ciudadanos que cuando salgan a la calle no lleven nada atractivo para los bandidos; pero, lo paradójico es que, a un ciudadano, también lo pueden matar o herir por no llevar nada. Similar, en el campo, en lo rural, no hay productividad porque por allá, prima la ley del monte, la inseguridad galopante, la extorsión como un fatídico requisito ilegal para sobrevivir o para morir a cuentagotas. Sí, suena raro, pero hay mandatos legales subordinados a requisitos ilegales.
Mandar a matar se convirtió en una cruel decisión de algunos para ser exitosos. Ser sicario se volvió una profesión lucrativa, a la que la sociedad y las autoridades se acostumbraron. A un joven sospechoso de 20 años detenido en el Bajo Cauca en 2019, se le preguntó su profesión y dijo: “Trabajo y vivo de matar gente”. En 2021, mataron a un alcalde elegido popularmente y todo indica quien lo asesinó cobró mil dólares. El país antes informaba las muertes individuales. Ya asesinan en grupos. Indepaz informa que en Colombia hubo 91 masacres colectivas en 2020. Y los crímenes nunca se esclarecen. La impunidad es un mensaje que podría leer: “por aquí se mata con libertad”. Así nunca habrá paz en Colombia.
La defensa de la vida es lo mínimo que puede pedir un ciudadano a la democracia en aplicación de los derechos humanos. La protección de la integridad de las personas es una exigencia constitucional irrenunciable a los gobiernos y las autoridades. Hay que combatir con fiereza cualquier intento de destruir una vida humana.
Una democracia donde la vida no vale nada, es un régimen miserable. Es una democracia de letrero o peor, de epitafio.
Urge reconstruir la cultura ciudadana si se quiere seguridad ciudadana, democracia vigorosa y crecimiento de la economía. Se necesita construir una cultura ciudadana que se niegue a matar; una cultura ciudadana donde sea imposible agredir o atentar contra la integridad de las personas. Ese sería el mejor proceso de paz. Mientras en Colombia asesinar, mandar matar, comerciar con la vida de otros, o agredir la integridad del otro sigan siendo costumbres hipócritamente aceptadas, viviremos en el reino de la violencia y de la criminalidad eterna.
Colombia debe establecer, sin titubeos ni impostaciones, la cadena perpetua para quien mate o mande matar. Y endurecer las penas para castigar a quienes atentan contra la integridad de las personas. El primer símbolo de una civilización sana es respetar la vida de todo ser humano y defender la integridad del otro.
Al fin de cuentas, la finalidad última de la política es dignificar la vida y por eso no hay sobre la tierra un imperativo más universal para cualquier causa ciudadana que la defensa de la vida.
Así como la vida es la productora de la vida misma, esta sociedad - si no toma medidas serias- será una productora de su propia destrucción; una sociedad que se devora a sí misma. Comerciar con la vida ajena es la actitud más miserable de la humanidad.