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Venezuela se enfrenta el próximo domingo 28 de julio a unas elecciones que podrían redefinir su futuro. Este proceso no solo representa una oportunidad para recuperar la democracia perdida desde que Hugo Chávez tomó el poder en 1999, sino también para dar fin a una era de autoritarismo. Hace dos meses, en una columna para este diario, predije que el chavismo estaba en sus últimos estertores. Ahora, a solo ocho días de los comicios, mantengo esa convicción.
La firma Polymarket proyecta una victoria de Nicolás Maduro con 80% de probabilidades, sustentada en 25 años de chavismo, la división sistemática de la oposición, la supresión de la separación de poderes y la captura del Estado. Sin embargo, la realidad ha cambiado desde 2015. La popularidad del chavismo ahora es solo un eco del pasado. La crisis económica, agudizada por políticas socialistas que transformaron al país más rico de América Latina en uno de los más empobrecidos, ha forzado a casi 8 millones de venezolanos a abandonar su tierra natal. Este éxodo ha socavado profundamente el apoyo al régimen.
Las encuestas, incluso las más favorables al gobierno, sugieren una derrota para el chavismo. En condiciones normales, Nicolás Maduro podría apenas alcanzar 15% de los votos. Este cambio en la dinámica electoral es radical y significativo.
El factor crucial es la unidad de la oposición bajo el liderazgo de María Corina Machado. Durante dos décadas, el chavismo gobernó con relativa facilidad gracias a la fragmentación de los líderes opositores, que permitió a Hugo Chávez y a Nicolás Maduro consolidarse. La reciente alianza opositora ha cambiado las reglas del juego.
La estrategia del chavismo de inhabilitar candidatos ha demostrado ser infructuosa. Cada vez que se excluye a un candidato, otro aparece para ocupar su lugar y seguir presionando al régimen. Esta táctica recuerda a la estrategia adoptada en Italia tras los asesinatos de los jueces Falcone y Borsellino por la Cosa Nostra. La justicia italiana reemplazó a los jueces asesinados por otros que continuaban las investigaciones bajo las mismas condiciones, lo que llevó al proceso Manos Limpias que expuso los vínculos entre política y crimen organizado.
En Venezuela, la oposición ha seguido una estrategia similar, enfocándose en la cooperación en lugar de la confrontación interna. El altruismo y la determinación de los sectores opositores han acorralado al régimen. Además, la separación de los ciudadanos de sus familiares en la diáspora, especialmente en Colombia y Estados Unidos, ha generado un sentimiento de rechazo cada vez más fuerte hacia el chavismo. El anhelo de reunirse con sus seres queridos se ha convertido en un golpe devastador para el régimen.
Nicolás Maduro podría intentar un fraude electoral sin precedentes, desatando una reacción popular que haría tambalear los cimientos del régimen. Este acto desesperado no solo provocaría una ola de indignación sin igual, sino que también podría desencadenar traiciones internas entre los miembros del gobierno. En este contexto, lo más prudente para Maduro y sus compinches sería aceptar la derrota o buscar refugio en un país que les ofrezca protección. De no hacerlo, enfrentarán una purga interna implacable, resultado inevitable de su ambición desmedida.