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Llevo un cuarto de siglo visitando el departamento del Caquetá. Hasta hace poco tiempo, el común denominador de las visitas era el miedo de sus habitantes. Ese temor se materializaba en muchas dimensiones. Salidas en carro desde su capital, Florencia, solo se podían hacer a unos pocos sitios cercanos y en horarios diurnos; el resto del departamento no entraba en consideración ni siquiera con precauciones horarias; circular por varios de los ríos que son claves para movilizarse en el Caquetá estaba proscrito y hacerlo de noche era una temeridad; la evidencia anecdótica sobre extorsiones y secuestros abrumaba.
Recientemente pasé 10 días en el departamento. Era la primera vez que iba tras la firma de la paz con las Farc. Me encontré un lugar esperanzado y con cambios visibles. Lo primero que noté es que los mismos locales están descubriendo su departamento tras años de restricciones invisibles a su movilidad. La multitud de ríos, quebradas, pueblos y montañas que narran haber visitado recientemente es alucinante. El tráfico vehicular en las carreteras intermunicipales habría sido impensable hasta hace poco.
La misma percepción me llevé de la circulación de lanchas y canoas en sus ríos. En medio de la poca infraestructura para visitantes relativa a la enorme oferta de estupendos destinos, empiezan a aparecer emprendedores turísticos. Aún falta esfuerzos de coordinación y planeación de ese potencial turístico pero el avance es notable. En Florencia los locales afirman que en el último año se han inaugurado nueve hoteles. La ciudad empieza a padecer los problemas de un crecimiento desordenado. Miles de motos zumban por doquier sin respetar señales de tránsito, casi nadie lleva casco y las aceras son un bien público por descubrir.
Charlé con un antiguo juez quién contó historias de horror que ahora no se ven como los repetidos levantamientos de cuerpos que bajaban por el río y cuya identidad rara vez se establecía. Charlé con ganaderos, en su mayoría opositores del acuerdo de paz, quienes manifestaron que se respira una tranquilidad que hacía tiempo no se veía. Resaltaron el despegue de una industria quesera propia con denominación de origen a bordo con estupendos quesos que el resto del país debería empezar a conocer. Paradójicamente mostraron su preocupación por el hecho de que ida la guerrilla hay zonas donde no hay quién imponga orden; también hay preocupación por el aumento de cultivos ilícitos.
Pero desde el punto de vista de sus propias actividades su percepción es que finalmente pueden trabajar sus tierras e invertir en ellas sin el perenne temor de antaño. También resaltan un creciente interés en formar reservas naturales de la sociedad civil y en mover la actividad hacia la ganadería silvopastoril.
Caminando por un pueblo lejano, varias veces objeto de toma por parte de la guerrilla, me topé con el cura. Narró cómo en alguna de la tomas un cilindro bomba cayó sobre la casa cural y por fortuna no hizo explosión. Señaló como aun las casas adyacentes a la estación de policía permanecían abandonadas pues cada hostigamiento guerrillero las dejaba en medio del fuego cruzado. Los agujeros en una de dichas viviendas eran testimonio de un pasado reciente horroroso pero también una rendija a través de la cual se puede ver un futuro lleno de retos pero con un elemento del que carecían hasta hace poco: esperanza.