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En 2011, en medio de una feroz crisis económica en la zona Euro, una que amenazaba incluso la supervivencia de la moneda única, el entonces presidente del Banco Central Europeo sacaba pecho: “hemos entregado estabilidad de precios durante los primeros 12 años del euro, ¡impecablemente! ¡impecablemente!”, decía. Parecía un médico pavoneándose porque su paciente no tiene ningún hueso fracturado a pesar de que su vida corre peligro por una deficiencia renal.
Dosis de política monetaria aplicadas correctamente pueden generar sendas de inflación baja. Pero el arte de la política monetaria está en el balance entre esos objetivos con otros afines al mandato del banco central y con los efectos colaterales que puedan tener las políticas encaminadas a velar por la estabilidad de precios.
En Colombia, el Banco de la República tiene un mandato amplio. Si bien la Constitución le ordena velar por mantener la capacidad adquisitiva de la moneda, la jurisprudencia de la Corte Constitucional también le aclara que en dicha batalla el Banco no puede ser indiferente a “otros objetivos de desarrollo económico y social”. Uno de los potenciales “otros objetivos” es la distribución del ingreso. El discurso tradicional entre los banqueros centrales resalta que luchar contra la inflación es una forma de luchar por los intereses de los más vulnerables y, en ese sentido, velar por la estabilidad de precios podría favorecer los indicadores de distribución. La justificación de esa teoría radica en que la población más pobre es la que menos acceso tiene a mecanismos financieros que la protejan de la erosión de sus recursos que causa la inflación.
Sin embargo, recientes investigaciones muestran que la relación entre política monetaria y distribución del ingreso es más compleja y que no necesariamente la medicina para apagar los calentones inflacionarios ayuda también a aliviar las dolencias distributivas. Lo que hemos aprendido de esos estudios es que las secuelas que dejan los incrementos de tasas de interés impulsados por los bancos centrales para frenar la inflación, afectan de manera diferencial a diferentes segmentos de ingreso de la población. En particular, el enfriamiento de los ingresos que causan los intereses más altos, se reflejan con mayor vehemencia en las porciones más pobres de la población. Cuando un banco central, velando por la estabilidad de precios, incrementa sus tasas de intervención, empeora en el camino la distribución de ingresos de la población.
¿Qué lecciones se desprenden de estos hallazgos? Algunos dirán que los bancos centrales deberían dejar de lado sus batallas antiinflacionarias. Otros, que el Emisor debería poner su foco únicamente en la inflación e ignorar los daños colaterales de sus decisiones. Ambos extremos me parecen inapropiados. Los bancos centrales, como cualquier médico, deben aplicar las medicinas apropiadas para combatir las dolencias pero incorporando en sus decisiones los efectos secundarios y las circunstancias en las que esas medicinas están contraindicadas. Y la rendición de cuentas de un banquero central tiene que ser comprensiva y abarcar tanto la inflación como las áreas en las que sabemos que las decisiones del Banco tienen efectos. Si la vara con la que medimos y con las que se mide un banquero central es solo inflacionaria, acabaremos en aplausos delirantes, como los que pedía Trichet.