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Es indispensable que Colombia logre la paz, pero esta búsqueda no puede realizarse a cualquier precio, menos si en la mesa de negociación se sienta un grupo ilegal que ha sembrado terror durante décadas. La paz es un objetivo, así como las transformaciones que se requieren, sin que ello implique concesiones que pongan en riesgo la estabilidad y los principios democráticos del país.
A lo largo de las últimas décadas, Colombia ha avanzado en asuntos de paz, aunque de manera fragmentada y en gran medida impulsada por las acciones de una minoría activa. La inacción de la mayoría ha permitido que ciertos cambios ocurran, a menudo sin el respaldo amplio y sin compromisos contundentes.
Nos indignamos ante las injusticias y la violencia, pero debemos preguntarnos: ¿qué estamos haciendo para prevenir o encauzar esta situación? ¿hasta dónde estamos dispuestos a sacrificar?, ¿cómo logramos un liderazgo colectivo urgente que reúna fuerzas dispersas y potencie una acción unificada?
Además, es esencial reforzar la capacidad de anticipación y reacción ante posibles crisis. ¿Cómo responderían nuestras instituciones, incluyendo las fuerzas armadas, en un escenario de ruptura del orden? Esta pregunta debe ser considerada con seriedad y planificación. La paz es un objetivo nacional y debe ser alcanzada con condiciones claras y justas, que no comprometan la seguridad y el orden institucional.
Hace 40 años, en La Uribe, Meta, se trazó una hoja de ruta para la paz que resultó infructuosa. Los esfuerzos del presidente Belisario Betancur se disolvieron en medio de incumplimientos y recrudecimiento del conflicto, ya que la insurgencia aprovechó las negociaciones para fortalecerse. Desde entonces, varias organizaciones se han desmovilizado, mientras el ciclo de violencia persiste con la aparición de nuevas guerrillas, paramilitares y narcotraficantes.
Estos esfuerzos de paz, aunque incompletos, nos han enseñado que la paz no puede lograrse a cualquier precio. No se puede ceder ventajas en el campo de batalla ni debilitar las estrategias de seguridad. Las actuales negociaciones con criminales que buscan impunidad y blanquear su dinero sucio no deben ser una excusa para repetir errores del pasado.
La desestabilización del orden público y la amenaza de nuevos estallidos sociales, como el de 2021, son preocupantes. La tasa de desempleo y las disparidades económicas persisten, lo que agrava la situación. Mientras la respuesta institucional al crimen siga siendo débil y no haya una estrategia clara y eficaz, se fortalecerán los argumentos del crimen organizado, con quienes pretendemos negociar.
El “Modelo de Participación” en los diálogos con el ELN propone transformaciones tan amplias y abstractas que parecen más un cheque en blanco que una base para un acuerdo de paz.
Sobra decir que el Gobierno Nacional y el ELN deben reconocer que los acuerdos (con esa organización, o con cualquier otra), siempre estarán sujetos a las normas y procedimientos constitucionales y legales, y a los principios que soportan la democracia.
Las negociaciones deben tener límites precisos y claros. No se puede dar al ELN el carácter de cogobernante de la Nación. Necesitamos la paz y debemos buscarla con perseverancia, siempre dentro de unos límites que no comprometan la estabilidad y el futuro de Colombia. Paz sí, pero no a cualquier precio.