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Los nuevos gobiernos suelen arrancar con mucho entusiasmo, agendas ambiciosas y planes de trabajo orientados a hacer impacto y dejar legados. Eso es normal, es el deber ser, lo que parece contraproducente es dispersar los propósitos, aplazar las prioridades y concentrar la proactividad en reformas a la administración pública que no generan cambios para el bienestar de los colombianos y al contrario, pueden llevar a complicar la vida de los ciudadanos, estancar la economía y recargar el sistema productivo de tal forma que sea inviable.
Con un crecimiento de 0.6% en 2023 y una proyección de porcentaje similar para 2024 obliga a que enfilemos las baterías para evitar efectos recesivos. El Legislativo, el Ejecutivo y el poder judicial deben ponderar, revisar, examinar y evaluar la viabilidad fiscal de las leyes, resoluciones y decretos que proliferan y que más que sumar están restando para que el país pueda tener una economía que permita la reducción de las brechas sociales y evite que se deteriore más la confianza de los consumidores e inversionistas, los cuales representan 80% y 20% del crecimiento, respectivamente.
El asunto no es si deben hacerse reformas, sino cómo hacerlas: claro que debemos mejorar el sistema de salud, por ejemplo, pero la propuesta oficial más que soluciones objetivas busca regresar a un modelo que ya demostró en el pasado su ineficiencia, que supondrá una sobrecarga para el Estado y cuyo montaje significará además que se dispersen los controles y el dinero.
La reforma laboral, que debería estimular el incremento del empleo y propiciar una dinámica que contribuya a la obtención de recursos y a reducir las brechas sociales, lo que propone es incorporar más costos y obligaciones que dificultan y encarecen la contratación de personal, focalizada exclusivamente en el trabajo formal que genera los empresarios y no en reducir la informalidad. Figuras como la extensión de la solidaridad, limitar la tercerización e intermediación, las compensaciones a las horas extras, entre otros, dificultan despejar el camino para crear empleo y asfixia las posibilidades de las mipymes, que constituyen el 95% del tejido empresarial.
Y seguimos sumando: cambios en la regulación de los servicios públicos que implican estatizar, acabar con los ingresos del carbón sin hacer una transición, en decreto sobre reservas temporales que frenan y limitan la explotación de recursos naturales, más los nuevos procedimientos para aprobar las vigencias futuras que pueden retrasar los procesos de inversión pública productiva, no son medidas progresistas.
Además, la inoperatividad del Invima ha llevado a que empresas que le apuestan al país tengan que cerrar después de años de trabajo e inversión sin haber podido vender sus productos aquí, a lo que se suma el nuevo código minero y la reforma agraria, y seguimos sumando allá y restando acá en lo que parece más una estrategia para establecer un nuevo modelo económico que una propuesta de desarrollo.
Todo esto deriva en más incertidumbre, menos confianza y poco crecimiento, más pobreza, injusticia y desempleo, menos oportunidades para una juventud inconforme, para una sociedad desigual, y eso implicará aumentar el número de los que ni estudian ni trabajan, los llamados “ninis”, que cuando no se atienden quedan expuestos al riesgo de la manipulación ideológica o convertirse en combustible para los conflictos sociales y la ilegalidad.
Es importante que se frenen las sumas que restan y más bien, unirnos en el propósito común que es Colombia, impulsar la acción consensuada entre el sector público y el privado y que todos los poderes del Estado se comprometan a ello.