MI SELECCIÓN DE NOTICIAS
Noticias personalizadas, de acuerdo a sus temas de interés
¿Cuántas generaciones se perdieron por cuenta de las Farc? ¿Cuántos niños tuvieron que renunciar a sus juegos para perder su inocencia en un campo de batalla? ¿A cuántos obligaron a empuñar un arma, a apuntarla contra sus propios amiguitos, y luego a disparar para convertirse en señores de la guerra? ¿A cuantos les arrebataron su sueño de ser médicos, ingenieros, profesores, futbolistas o científicos para graduarlos de asesinos?
¡18.000! Esa es una de las más dolorosas conclusiones a las que llega la investigación preparada por el Instituto de Ciencia Política y liderada por Alejandro Eder, ‘Infancia reclutada’. Miles de familias destrozadas, y varias generaciones atrapadas en el círculo de la violencia.
Perdón poner esta columna en términos personales, pero ahora que soy mamá me duelen aún más este tipo de informes. Antes me llenaban de indignación y rabia y como cualquier ciudadana exigía justicia. Ahora la rabia es tristeza y la indignación es impotencia. ¿Cómo no ponerme en los zapatos de esos 18.000 padres que dieron lo poco o mucho que tenían por sus hijos? ¿Cómo no pensar en esos hombres y mujeres seguramente campesinos que madrugaban a trabajar para ofrecerles un plato de comida a sus pequeños, para garantizarles un techo, un juego tranquilo, un cuaderno donde estudiar o una cama, dura o blanda, pero con todas las comodidades que podían ofrecer? ¿Cómo no imaginarme que podría ser mío alguno de esos 18.000 hijos que maduraron a la fuerza con el sonido de las balas, a los que ser niños les costaba incluso la muerte?
Es que no podían ni siquiera tener un gesto de negación, aunque se tratara de matar a su propio hermano como lo registra el informe en una de sus más de 1.000 entrevistas: “Yo tenía 10, él tenía por ahí 8 años, él se intentó volar y lo cogieron, lo cogieron los pisa suaves. El comandante me dijo: ‘bueno, usted que es el hermano, usted mismo ocúpese de él’. La verdad yo mirando a mi hermano que era más pequeño que yo, que tenía que matarlo y eso, pues me dolía mucho y me temblaba mucho, y dijo el comandante: ‘Si no lo mata usted, los matamos a los dos’, y pues yo en ese momento lo único que pensé fue bueno, yo quiero vivir, no razonaba como ahora. En ese momento simplemente pensé en sobrevivir yo y solo pensé en mí”.
Un niño que apenas está aprendiendo a vivir y ya le enseñan a matar. Porque un hijo que lo es todo para sus padres no era nada para el terrorismo: “Un niño para la guerrilla, no significa nada. Un niño es una carnada para ellos. El niño es el que cubre a los grandes, o sea, el niño es el que está al frente de todos los combates... y uno, uno, por ejemplo, cuando mataron a mi compañero del colegio, le dije al comandante: ‘mataron a J’. y él respondió ‘ah, tranquilo que reclutamos más’”
¿Y saben qué es lo peor?, que todos esos pequeños perdieron la batalla. Aunque fueron víctimas, las más lloradas, los 18.000 crecieron y se convirtieron en adultos que perdieron sus derechos. Niños y niñas a los que se les esfumaron todas las oportunidades, incluso la de reclamar que les hayan robado su infancia, privado de amor y o mostrado la cara más cruel de la vida. Es que a la luz de la ley, sin quererlo y sin entenderlo, se convirtieron en adultos victimarios. Es la generación que se tragó la guerra.