Analistas 23/04/2025

Las lecciones de Francisco

Maritza Aristizábal Quintero
Editora Estado y Sociedad Noticias RCN
La República Más

Aunque soy profundamente católica, creyente y practicante, reconozco que crecí en medio de la generación de la desconfianza. Entre los que creían que la Iglesia era una estructura rígida, lejana, marcada por el escándalo, la culpa, con una puerta de entrada muy pequeña, exigente y a veces excluyente. Sin embargo, llegó Francisco, y algo cambió… quizá fue simplemente una manera distinta de comunicar la fe, pero una nueva forma poderosa y empática.

Francisco, el que renunció a los zapatos rojos, a los anillos de oro, al trono, a los palacios, a la pompa y los lujos. El que se alejó de rituales simbólicos e inentendibles. El que reformó, el que comunicó, el que se conectó, el que nos encontró. Francisco, el que marcó el camino de una Iglesia menos adornada y más humana. El que hoy se despide, pero que no nos puede dejar.

“Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro”, y lo cumplió. Salió. Viajó. Escuchó. Se arrodilló ante los pobres. Lavó los pies de migrantes, de mujeres, de musulmanes, de presos. Besó cicatrices, abrazó heridas abiertas. Y con cada uno de esos gestos nos dijo, sin palabras: aquí cabemos todos.

Me conmovió cuando al visitar Lampedusa, el pequeño punto de entrada a Europa para miles de migrantes que cruzaban el Mediterráneo lanzó una pregunta simple, pero que nos confrontó como humanidad: “¿Quién ha llorado por estas personas que iban en la barca?”. Ese día entendí que este Papa no venía a administrar una institución, sino a recordarnos la dignidad de cada vida.

También habló de la “cultura del descarte”. Nos lo dijo sin rodeos: vivimos en un sistema que desecha a los ancianos, a los pobres, a los diferentes, hemos hecho de la exclusión un modo habitual de vivir”. Y entonces nos invitó a salir del egoísmo, del confort, del narcisismo digital. A dejar de mirarnos tanto el ombligo y volver la mirada al otro.

A los jóvenes, nos pidió no tener miedo. Nos animó a soñar en grande. A ser rebeldes, pero con causa. “Hagan lío”, nos pidió. Y con esa frase rompió la barrera generacional. Porque no nos estaba pidiendo desorden, sino valentía. Valentía para no quedarnos callados. Para cuestionar lo injusto. Para no acostumbrarnos al dolor ajeno.

Y, sin embargo, no todo fue bien recibido. Sus palabras, su apertura, sus reformas despertaron resistencia interna. Fue criticado por hablar demasiado del amor y poco de la doctrina, por acercarse a los alejados, por recibir con compasión a los marginados. Pero, él no dejó de insistir: “Dios no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”.

Ese es el Francisco que conocimos. El que se sentaba a almorzar con indigentes en lugar de presidentes. El que interrumpía protocolos para abrazar a un niño enfermo. El que, cuando un pequeño se subió espontáneamente al escenario en una audiencia, lo dejó caminar junto a él, sin incomodarse. “Este niño ha predicado mejor que yo”, señaló ese día.

Y ahí está, quizá, el mayor desafío de la Iglesia hoy, encontrar un sucesor que no repita a Francisco, sino que comprenda su espíritu: el de alguien que nos enseñó que el amor es revolucionario, que no se necesita oro para ser grande, ni poder para transformar… que basta limpiar el ruido y escuchar, para conectar con el mundo.