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Un país que pierde la confianza en su sistema judicial está condenado a convertirse en un terreno fértil para la impunidad. En Colombia, esa sensación de orfandad ante la justicia no es nueva, pero se ha agudizado. Casos recientes como la liberación de nueve miembros de la banda ‘Los Rolex’ y la insólita excarcelación de siete integrantes de ‘Los Alta Gama’ no solo generan indignación: alimentan el hastío de una ciudadanía que ya no encuentra sentido en denunciar, colaborar con las autoridades o creer en la integridad del Estado.
En la mañana del 26 de marzo, un juez decidió que nueve integrantes de la banda ‘Los Rolex’ no representaban un peligro para la sociedad. Aunque la Fiscalía les imputó delitos graves: concierto para delinquir, hurto calificado y agravado, receptación y tráfico de estupefacientes, salieron por la puerta grande. Libres.
Días después, un error garrafal dejó sin efecto otra operación de la policía: siete miembros de la banda ‘Los Alta Gama’ fueron liberados debido a que el juez que firmó las órdenes de captura omitió datos como el número de oficio, la motivación legal y la identificación precisa de los sospechosos. No es que los acusados fueran inocentes. No.
¿Cómo explicarle a una víctima que debe volver a dormir sabiendo que el hombre que la encañonó está libre por un error en un formato? Y después, ¿cómo nos piden denunciar, si lo que vemos es una impunidad que revictimiza?
Estos hechos no se pueden reducir a simples errores procesales, es más, para estas alturas permítanme dudar hasta de la buena fe. Pero más allá de las dudas, lo que sí es cierto es que todo es síntoma de una grave enfermedad: la desconexión entre la justicia y la realidad. Es cierto que el sistema debe ser garantista y proteger los derechos de todos, incluso de los acusados, pero, ¿qué ocurre cuando ese garantismo se convierte en una especie de indulgencia que beneficia a los criminales por encima del resto de la sociedad?
Cuando un juez afirma que integrantes de una banda armada no representan peligro, o cuando errores de forma pesan más que meses de investigación y seguimiento, el mensaje que se transmite es brutal: la justicia para las víctimas ha sido remplazada por tecnicismos coyunturales y convenientes para los victimarios. Acaso, ¿la ley está al servicio del procedimiento y no de la verdad? Si es así, la impunidad será la regla y no la excepción.
Ojo, esto no puede ser solo letra fría en un papel. Los jueces no pueden ignorar el contexto, el historial, los riesgos, la reincidencia y menos el temor, la impotencia y la violencia que acecha a la gente en las calles. Las normas están para cumplirse, sí, pero también para aplicarse con sentido común, con rigor y con la conciencia de que detrás de cada decisión hay una víctima que merece justicia mientras el país toma nota.
Y claro, el problema no es de todos, pero los casos puntuales alimentan la percepción generalizada de que los jueces están aplicando las normas sin alma, convirtiendo la ley en un arma contra el Estado de derecho.
No podemos seguir normalizando estos episodios. No podemos aceptar que errores judiciales o lecturas formales de la ley se conviertan en boletas de libertad para bandas criminales, mientras los presos, pero del miedo, somos nosotros.