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Ni el payaso de la famosa cadena de hamburguesas, ni el rechoncho muñequito de Michelin pueden pagar impuestos. Quienes terminan pagando el impuesto a las empresas, por más sofisticado que sea el nombre, son las personas de carne y hueso que tienen que consumir un poco menos para que el gobierno pueda consumir su parte.
Saber esto es importante, sobre todo con la última reforma tributaria, en donde los empresarios agremiados a la Andi, en un aparente caso de solidaridad, pidieron al Gobierno que gravara todavía más a las empresas.
La jugada fue maestra desde el punto de vista político: le dio algo de oxígeno y una vía fácil - la única, de hecho - para que el Gobierno pudiera superar la mayor crisis de orden público de las últimas décadas. La reforma pasó por el Congreso sin mucha resistencia y contuvo el problema urgente: paró el sangrado. Eso sí, como suele pasar en Colombia, dejó para después el problema de fondo. Omitió la medicina para sanar la herida que tenemos de impuestos malos.
El remiendo de aumentar el impuesto corporativo es particular de países subdesarrollados. En la Ocde, por ejemplo, han sido solo dos los países que lo han subido desde 2000: Chile, que tuvo similares problemas de orden público, e Inglaterra. El resto lo han bajado, para ser más competitivos. Ni siquiera Estados Unidos, que tuvo la bajada más grande de la historia con Trump, se animó a subirlos en un gobierno progresista, y no es tan difícil especular por qué.
Los impuestos a las empresas los pagan los consumidores en productos más caros y los empleados con salarios más bajos. También los pagan los proveedores con menos ventas y los emprendedores o empresarios que tienen menos ganancias. La pasada tributaria, si bien se negoció con la Andi y el Comité del Paro, la terminamos pagando todos los colombianos de hoy, que vemos un golpe al bolsillo. Y también la pagaron los colombianos de mañana, que tendrán un país con menos inversión, menos empresas y menos oportunidades.
Las empresas de hoy tal vez soporten la subida de tarifas sin mucha dificultad, sobre todo si son grandes o si reciben exenciones (que a veces tramitadas por los mismos que piden impuestos más altos). Lo malo es el panorama de las compañías pequeñas, que no aguantan; y las medianas, que dejan de crecer: piensen, por ejemplo, en la librería local o en el bar que aguantó los constantes cierres a punta de ahorros.
Lo feo eso sí, lo verdaderamente feo, es que con los impuestos corporativos más altos de la Ocde difícilmente vamos a atraer a las empresas más productivas y tampoco vamos a tener los incentivos para que se creen las locales.
Cuando hay más empresas, los consumidores tienen más opciones, más sabores, más colores (literal y figurativamente). Con más empresas, los proveedores tienen más clientes a quién venderle y los empleados tienen más poder de negociación: cuando hay muchas alternativas de trabajo, uno difícilmente se aguanta malas condiciones laborales. La reforma tributaria que pasó, nos aleja de este objetivo, la que viene debe acercarnos.
Necesitamos un sistema de impuestos enfocado en que sea fácil traerle más competencia a Ronald McDonald, no uno en el cual el gobierno se come la hamburguesa, nos deja con las papas y sale con la excusa que quien paga el impuesto es el payaso de la tienda.