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Tribuna Universitaria 03/03/2023

Coliseo colombiano

Martín Pinzón Lemos
Estudiante de Comunicación Social y Periodismo U. de la Sabana

Afortunadamente, solo lo cascó. Daniel Cataño, volante de Millonarios, fue golpeado en la cabeza por un aficionado del Deportes Tolima. La Dimayor, en el acta disciplinaria del miércoles 15 de febrero, no sancionó a ninguno de los implicados por “no dar garantías de seguridad”.

Así lo argumentó Wilmar Roldán, árbitro del partido, en su acta. Macalister Silva, capitán de Millonarios, quería “sentar un precedente” para evitar la agresión a profesionales del fútbol, pero no lo logró. Más bien, se convirtió en la última de una eterna lista de brutalidad en Colombia…y de nuestra liga.

El fútbol profesional colombiano es cada vez más parecido a la realidad nacional: virulento. En 2022 -según José Borda, el analista arbitral de Caracol Radio- hubo ¡180 expulsados! En Brasil fueron 110 y Argentina tuvo 100. Comparado con la Premier League o LaLiga, las dos competencias más importantes del mundo, la diferencia de tarjetas rojas rebasa el centenar.

El mejor fútbol del mundo cuenta con menos de 50 expulsados por año. Allá, en Europa, el talento prima. Aquí, la trinchera -ya sea política, ideológica o futbolística- socava la inspiración. Se aplaude más la agresión, como el puñetazo de Alejandro Montenegro a Cataño, que un regate, una finta o un pase de billarista.

El conflicto está en nuestra idiosincrasia. Santanderistas y bolivarianos, conservadores y liberales, gaitanistas y laureanistas, la chusma y la contra chusma, narcotraficantes y el Estado, guerrilleros y paramilitares, el “acuerdo” de Santos con las Farc, uribistas y petristas: todos actores de una vorágine que manchó a todos los colombianos.

Entre ellos, los deportistas. Yesus Cabrera padeció la desigualdad en Cartagena; Juan Fernando Quintero, la cultura traqueta en la Comuna 13 o Carlos Sánchez, la pobreza y olvido del Chocó. Los jugadores no son superhéroes. A ellos les aplica el concepto sociológico de que nuestro comportamiento está condicionado por el ambiente. “Somos de nuestra infancia”, escribió Antoine de Saint-Exupéry. Y la niñez de muchos futbolistas fue marginal.

Ahora bien, considero que los atletas no son los únicos afectados por nuestra historia. Los propios clubes fueron instrumentos del narcotráfico. Gacha, alías el mexicano, “colaboró” en algunos logros de Millonarios. El Cartel de Medellín “ayudó” a orquestar la primera Copa Libertadores de Atlético Nacional y los hermanos Rodríguez Orejuela se quedaron a las puertas de un título continental tres veces.

La Copa Mustang de 1989 fue cancelada por un sicariato contra un árbitro luego de un Deportivo Independiente Medellín contra el América. Asesinaron al caballero Andrés Escobar por equivocarse en su trabajo en 1994. En definitiva, el terreno ya estaba abonado para que floreciera la violencia.

Parece que la cólera ya ha escalado hacia la tribuna. El año pasado presenciamos la invasión de campo de los aficionados del Deportivo Cali en el Estadio 12 de octubre contra Cortuluá para agredir a los jugadores ‘Azucareros’. Por otro lado, la afición del Unión Magdalena irrumpió el terreno de juego del Sierra Nevada luego de que el futbolista Ronaldo Lora increpara a la tribuna. Le llovieron objetos y varios hinchas intentaron golpearlo. En el segundo semestre de 2021, en el regreso del público al Campín tras la pandemia, aficionados de Atlético Nacional se tomaron parte de las tribunas Oriental y Occidente del recinto desde la sección Norte. Allí se libró una batalla campal con un saldo de tres heridos, según la Alcaldía de Bogotá.

Responsabilizar al balompié de la violencia es, probablemente, como culpar a un espejo por lo que se ve. El fútbol colombiano refleja la realidad en nuestro país. La polarización capa a sus anchas. La intolerancia se convierte en excusa para agredir al prójimo. En los campos se observa cada vez más violencia. Se aplaude más la marrullería que la clase. Por eso el fútbol defensivo gana campeonatos, pero a nivel continental no cuajan los planteles. Ocurre lo mismo que con la industria y economía patrias: la violencia la ahoga y no nos permite competir con el extranjero. No nos gusta que el vecino salga del atolladero.

Más bien, preferimos dureza antes que la magia. Nos entretenemos con el varapalo, en lugar de con la finta. Elogiamos la patada. Creemos ser viriles con la artimaña, desechando el señorío. Nos reímos cuando barren a un futbolista. No hablamos de rivales, sino de enemigos.

Aplaudimos cuando el león desgarra al gladiador. Si no se levanta, mejor. Sin embargo, que no se le ocurra no darle, porque ahí sí toca bajar al campo y enseñarle cómo se hace. Esto es también el fútbol nacional. Bienvenidos al coliseo colombiano.

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