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Está en la cámara oscura. No puede salir. Encerrado, espera su destino. Los verdugos, con sierras en mano, entran en escena. Le cortan los brazos. Mutilan sus piernas. Llora. Chilla, pero nadie lo oye. Los maleantes se aburren con su llanto. Deciden arrancarle la cabeza. El cuello y el tronco se despegan, tiñendo de carmesí la penumbra. Tras finiquitar su labor, los ejecutores dan paso a la limpieza, con sus mangueras, para recoger los órganos y continuar con el siguiente. Así, finaliza el aborto de un niño con síndrome de Down.
En la época de los derechos humanos, presenciamos el genocidio los bebés con síndrome de Down. Según la BBC, 54% de los embarazos, en Europa, que encuentran la presencia de la trisomía 21 son abortados. Todo por ser distintos, diversos y con capacidades diferentes a las de otros seres humanos. ¿Se trata de un intento de que sólo los ‘aptos’ sobrevivan? ¿No es esto un ejercicio nacista? Lamentablemente, ese ideal hitleriano, de purificar la raza, persiste. La enfermedad mental se considera, para algunos, un defecto, una impureza. Ya no interesa la dignidad humana, el valor como persona ni mucho menos el sentido trascendente del hombre. Lo único importante, su utilidad.
Hay padres de familia que buscan la perfección genética en sus hijos. En España, entre el 90% y 95% de los niños no nacidos con síndrome de Down, que podrían nacer, son asesinados. Los avances en la genética han traído grandes ventajas, pero también lo peor del ser humano. Se desecha lo considerado imperfecto por ‘su propio bien’. No se los permite vivir ya que, ‘el mundo es demasiado cruel con ellos’. Sin embargo, ¿existe mayor crueldad que no dejarles ni siquiera ver la luz del sol un mísero segundo?
Este ejercicio utilitarista de buscar un cóctel biológico perfecto es tan añejo como el hombre mismo. Así lo hacían también los espartanos. ‘Al bebé imperfecto, arrojadlo’, siendo tirado por la ladera hacia su muerte. Hoy no se usa el acantilado, sino el quirófano. Además, esa búsqueda del defecto ha sido catapultada por la biología molecular hasta su máxima expresión. Se analiza cada cromosoma buscando la excusa para deshacerse del bebé. No lo aceptamos cómo es, a menos que se compagine con nuestro ‘ideal’. De lo contrario, nos transformamos en bárbaros.
Siglos después, fueron los nazis quienes, en su afán racista, buscaron exterminar a las demás etnias, porque consideraban la aria superior. Eslavos, judíos, gitanos y latinos murieron de hambre, sed o en cámaras de gas, bajo la patraña de la ‘purificación de la raza’. Se consideraba a las otras etnias incapaces de ser brillantes, geniales o siquiera aptas. Del mismo modo pensó Claude Frollo, antagonista del Jorobado de Notre-Dame. Encerró al inocente Quasimodo en el campanario por su deformidad, luego de casi ahogarlo en una fuente cuando era un bebé, sin importarle su dignidad humana ni sus derechos más básicos.
Todos condenamos la barbarie espartana, el Holocausto y al vil Frollo. Ahora bien, ¿por qué celebramos el genocidio masivo de bebés con síndrome de Down como la ‘resolución de un problema’? ¿Acaso asesinar a los menos fuertes en Esparta fue una respuesta brillante? ¿Acaso el Holocausto fue una inmolación por un mundo mejor? ¿Acaso Frollo debió haber ahogado a Quasimodo en la fuente? Ellos padecieron por ser diferentes, considerados ‘menos aptos’ o con características disímiles. ¿Qué los diferencia de los no nacidos con síndrome de Down? A los últimos no los oímos agonizar cuando son discriminados a morir…
La ciencia debe estar al servicio y crecimiento del ser humano. No se pude consentir que se utilice la tecnología molecular como método de casería, ‘purificación de la especie’ o de exterminio. “El hombre es un fin en sí mismo”, dijo Kant. El utilitarismo no debe permear la dignidad de la persona. No hay individuos ni perfectos ni que sean ‘un estorbo’. Y mucho menos lo son quiénes no han tenido siquiera la chance de nacer.