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Rodolfo Hernández es un fenómeno nacional. Pasó de ser un alcalde de cierto renombre a la segunda opción en las elecciones presidenciales de mayo. Su programa, basado en descuartizar la política tradicional, ha sido fundamental para abrirse espacio entre las masas. Sin embargo, su estrategia y estilo no son nuevos, tampoco plenamente certeros.
La antipolítica parece ser un camino efectivo de las campañas del ahora. Desechar los viejos manuales de la política electoral no suena descabellado. Esta manera de enfrentar al ciudadano ofrece más a posibilidades de sobresalir, ganar puntos y votos, tal como ocurrió con un “ridículo”, o así tildaron a uno de sus pioneros triunfantes a nivel mundial de este modelo: Donald J Trump.
Los ciudadanos quieren y buscan empatizar con sus líderes. El carisma, junto al léxico y dicción de bar, aunque parezcan vulgares, son herramientas para llegarle a las mayorías. Los votos de los ilustrados y las élites son menos, por una cuestión netamente cuantitativa, que los de las mayorías, quienes muchas veces piensan lo que dicen los candidatos antipolíticos. La política tradicional carece de ese desparpajo, haciéndola ver en pedestales de rubí, alejada de la gente y defensora del concepto socialmente condenado y desgastado de la política.
En los últimos años, pasados por la pandemia, el concepto de la política es percibido bajo términos como corrupción, trampa, ‘chanchullo’ y similares. La sociedad actual desdeña a los políticos, evitando reflexionar, a como dé lugar, sobre el tema. Los jóvenes aborrecen los escándalos y antivalores, ‘promovidos’ por la política.
Los adultos están cansados de las trabas burocráticas y corruptas. Y los adultos mayores se sienten perjudicados, vulnerados e, incluso, robados por la política. Así, ser antipolítico, posar de rebelde, crítico y hasta autoritario contra la corrupción desmarca completamente al candidato de todas estas maliciosas triquiñuelas.
Javier Milei y Jair Bolsonaro -“parecidos”, en palabras de Eduardo Bolsonaro- usaron este discurso para llegar al poder: el argentino contra el clientelismo kirchnerista y el brasileño contra la corrupción del Partido de los Trabajadores. Ambos, en contextos distintos, fueron outsiders que golpearon en la yugular de los políticos de turno. Atizaron la corrupción, criticaron los altos impuestos y defendieron un nacionalismo donde el ciudadano, a diferencia del nacionalismo colectivista, va en el centro. Su discurso se concentró en el ciudadano quejumbroso del precio de la gasolina, la inflación e impuestos absurdos que lo apresaban, torpedeando directamente sus aspiraciones.
De esta manera, volvemos al ingeniero, Rodolfo Hernández, un santandereano ‘arrecho’ y sin tapujos, que ya es mucho decir, va de cara contra uno de los males más pronunciados del país: la corrupción. Dice que “sacar a todos los ladrones del gobierno” será su reforma tributaria. Grita a los cuatro vientos sus saldos positivos presupuestarios como alcalde y como empresario exitoso, con un patrimonio superior a los US$100 millones.
Todo esto para alegría de la gente, pues el pueblo colombiano exige que no le metan más la mano al bolsillo, una exigencia que tiene muy clara el que se inicia en la antipolítica.
No obstante, estos candidatos no crean sus discursos desde una base política compleja. Simplemente responden a una necesidad. Son la oferta a la gran demanda de indignación con sistemas cada vez más absorbentes y coactivos. Por este detonante, sus intervenciones son las más compartidas en las redes, llegando a ser influyentes a escala mundial, como es el caso de Javier Milei. Ellos, sencillamente, son transmisores de la voz de un pueblo que –sin saber bien cómo, asemejándose a las revoluciones liberales del siglo XIX– busca soluciones inmediatas a los problemas del país, pero sin políticos tradicionales y devolviendo, por lo menos en los discursos, el poder soberano al pueblo.